miércoles, 9 de febrero de 2011

LOS PUNTEROS


Teoría y práctica del puntero político
Por JOSÉ ANTONIO RIESCO

En la Ciencia Política -cuyo enfoque dominante se refiere al poder- faltan capítulos sustantivos que con el tiempo y motivada por el curso de la historia va resolviendo, aunque el mundo académico está lejos, por habituales pudores teoréticos, de eso que en la democracia constituye un elemento medular: la función de "el puntero".

La cuestión, si se admite el papel de este menospreciado actor de las conexiones de poder, consiste en cómo insertarlo en aquello, tan sabio, de la democracia: "el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo", dicho por Abraham Lincoln, presidente de Estados Unidos; una sentencia que alcanzó a sentar en medio de la guerra civil y antes de que lo asesinaran en 1865, ya que había afectado muchos intereses económicos. Es el paso del hombre (y la mujer) por la existencia "Poderoso Caballero es Don Dinero" (Quevedo).

Más sucinto fue lo que manifestó Cornelio Saavedra cuando el 25 de mayo de 1810 juró su cargo de presidente de la junta revolucionaria: "Y que no quede duda de que nuestro poder proviene del pueblo". Eran los ideales nuevos de la época y con cuyo fundamento en Europa se había puesto fin a las monarquías absolutistas. Pero ya por entonces, desmintiendo a Rousseau, para quien la soberanía es intransferible, tomó forma el concepto y la práctica del sistema representativo; según el cual, ante la imposibilidad del gobierno por la multitud, esa faena política vital debió encomendarse a un cuerpo de delegados electos, incluido el titular del ejecutivo, y ello de modo directo o indirecto. Vale aclarar que, por entonces, recordando a Tucídides o pensando como Maquiavelo, la política no era -ni es- negocio de santos o ingenuos. Se dice que tiene un fondo teológico:"el diablo, expulsado por Dios del paraíso, fue el primer político" (Carl Schmitt).

Lo que no dijo la doctrina es que también los "representantes", además de la preferencia marcada en el cuarto obscuro por los ciudadanos, iban a ser objeto de unos "censores", es decir, de unos actores instalados en la base del cuerpo electoral o muy cerca de ella y que hacen de intermediarios (para nada baratos) entre los votantes y los candidatos.

Salvo excepciones, ellos, hábiles comunicadores persona a persona y atentos servidores en casos de emergencias familiares o necesidades materiales, crean una red de amistades y lealtades que genera resultados a la hora de los comicios. Los hay pícaros y especuladores, pero también generosos e idealistas, y suman cientos y miles, con fuerte influencia en los barrios de uno y otro nivel social, y sobre todo en las villas suburbanas. Manejan un "mapa de contactos" siempre actualizado y realista. En la bolsa de ciertos punteros cabe de todo (trabajadores, vecinas honorables, ladrones y criminales, etc. Es que "la democracia se hace con muchos".

No es exagerado decir que por lo que se está viviendo en la Argentina actual, la democracia funciona subordinada a esta ineludible relación entre los partidos y los punteros, en especial entre éstos y los candidatos. Y tan es así que el que no dispone de un buen trato con los punteros de su distrito no es políticamente factible.

Como tales agentes de trabajo proselitista no son gratuitos ni desinteresados -requieren financiación para sí y/o para cumplir su misión de servidores sociales- la pugna democrática adquiere entonces, casi como norma general y obligatoria, una innegable dimensión económica. Aquel ejemplo de 1904, cuando el joven abogado socialista Alfredo L. Palacios resultó electo diputado nacional con el apoyo de un grupo de italianos (inmigrantes) del barrio de La Boca, hoy no podría repetirse.

El desafío democrático, pues, además de candidatos potables y un programa adecuado, aparece sometido a la competencia de recursos financieros (y otros concurrentes) y sólo mínimamente identificable como un combate de ideas y buenos discursos. Un fenómeno que no es nuevo pero que, desde hace décadas, adquirió las formas de una puja entre quienes pueden invertir mayor cantidad de dinero en el reclutamiento de punteros y también en la compra-venta de votantes. Con determinado sentido y pesimismo se ha dicho que "el poder real es económico, entonces no tiene sentido hablar de democracia". (Saramago).

Un aspecto gravísimo de este problema -tal cual se practica hoy en el país- se refiere a la competencia desleal entre los actores de la mesa de dinero. Hay una diferencia abismal entre lo que pueden invertir los partidos que cuestionan al gobierno (nuestra oposición anoréxica a la vista) y el dispendio de los recursos públicos de parte del oficialismo. Son cifras no comparables, junto al uso y abuso de los otros elementos del Estado (transporte, edificios, funcionarios, etc.), sin que a la Justicia (electoral y penal) se le mueva un pelo por semejantes delitos que se cometen a la luz pública y que, en el fondo, conllevan un verdadero fraude preelectoral.

Tampoco parecen muy compungidos los del otro lado. Se consuelan visitando los escenarios del turismo y esperan que un rostro bien maquillado, televisión mediante, les compense de dichas desventajas. Al esfuerzo militante de los distintos planos partidarios -que en buena medida se sigue practicando en las naciones desarrolladas- lo sustituyen con las agencias de marketing.

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