Bajo la piel
En homenaje a todas las madres, a las que sintieron la vida, a las que aman la vida, a las que no son madres pero se hacen mamás por amor.
A todas las mujeres que alguna vez acariciaron un niño.
A las que luchan por defenderlos de la muerte infame del aborto.
Mi respetuoso abrazo.
JC
Bajo la Piel
Un cuento de Juan Carlos Sánchez
La conocí apenas nacido, ¡bah!, es un decir.
En realidad, piel de la panza de mamá de por medio, la conocí bajo la piel; escuché su voz y sentí su cariño desde los primeros días de mi vida y mucho antes de nacer, no recuerdo desde cuánto exactamente, pero es irrelevante.
Ella me contó trozos de historia que compartimos y sus hermanas, hermano y amigas y papá la ratificaron. Nada anormal, nada diferente, simplemente una pequeña y cortita historia de amor, la de un bebé llorón que tuvo quien lo acune.
Mis primeros años fueron buenos a su lado, no tengo reproches.
Me mantenía limpio y bien alimentado, me enseñó a hacer la señal de la cruz, a rezar el padrenuestro y a leer antes de que me mandaran a la escuela. Mientras tanto y mientras yo iba creciendo, ella limpiaba la casa, cuidaba de la ropa, siempre impecable de papá y mía, cocinaba y siempre le quedaba tiempo para jugar conmigo o sacarme a pasear. Esos años fueron perfectos.
Estaba siempre dispuesta a alguna tarea extra, como cuidar de mis abuelos que eran viejitos o preparar la cena de fin de año en la casa-templo de la familia, que era por supuesto, la de los abuelos.
Yo sentía adoración por ella. Solía refugiarme en sus brazos ante cualquier contratiempo y ella me consolaba hasta que me calmaba o me dormía.
Confeccionó con la ayuda de una hermana costurera el primer disfraz que usé para un 25 de Mayo, un uniforme de granadero con espada de cartón e hizo que me sacaran una foto que aún anda por allí en la caja de recuerdos que siempre se dejan olvidados en cualquier hogar.
Cuando estrené el primer guardapolvo blanco con el que inicié mi vida escolar, lloró. Su corazón de maestra jubilada se sacudía estremeciéndole el pecho y derramó algunas lágrimas. Me acompañó hasta la puerta del Colegio y durante todo el año me llevó y me fue a buscar a la salida. Regresábamos a la casa charloteando y contándonos historias simples, jugando o recordando algún episodio familiar, algún cumpleaños o episodios comunes que a nadie interesan ahora pero que me gustaría poder revivir aunque sea en sueños.
Fue siempre una buena aliada y muy respetuosa de papá.
Papá era un hombre ocupado y muy trabajador que solamente disponía para mí de alguna hora a la siesta y otra por las noches y gran parte de los sábados y domingos. El resto de los días y horas era ella quien me atendía hasta los mínimos caprichos. Jamás me pegó pese a que papá le pidió que lo asistiera en disciplinarme y que si era necesario algún chirlo, no me lo negara, que era por mi bien.
Los primeros quince o dieciséis años de mi vida rondaron la suya y la suya giró alrededor de la mía. De pronto y casi sin darme cuenta comencé a dejar de verla. Comenzó a desaparecer paulatinamente, con resignación.
Coincidió con mis primeros amores con una rubia de ensueño, amores platónicos por cierto pero que me distrajeron de sus ausencias al principio ocasionales y cada vez más reiteradas que no me molestaron demasiado.
Yo buscaba nuevas experiencias, estaba aprendiendo a vivir según creía por entonces y comenzando a sentirme sabio en todo. Mi adolescencia fue turbulenta en amores y en ideales y ella prácticamente desapareció de mi vida. Bueno, papá y la familia también y prácticamente todo lo que no fueran los importantes asuntos que consumían mis horas. Nos reencontrábamos los fines de semana y charlábamos un rato.
Yo había terminado mis estudios secundarios y estaba en la universidad, aprendía a hacer política y a tocar la guitarra y obtuve mi primer trabajo serio.
Me casé y ella lloró casi tanto como cuando me separé poco tiempo después. Volvió a llorar con alegría cuando volví a hacer yunta y nacieron los hijos.
La veía diariamente visitando la casa paterna. Pero Bajo la piel sentía la sensación de que por haber madurado o crecido, que no es lo mismo, la había superado. Ella era el pasado, un pasado bello pero recuerdo al fin.
Pasaron los años y papá enfermó y finalmente murió.
Por mi dolor no observé el de ella que estaba presente y firme y me limité a mostrar dureza, a esconder las lágrimas. La visitaba todos los días un rato por la noche más que por estar, por gozar de su sonrisa, de su voz cristalina y fuerte, de su alborozo. Siempre fue inquieta, provocadoramente movediza y lo seguía siendo pese a los años.
Envejeció y un día consideré conveniente llevarla a vivir conmigo, con mi familia, con los chicos.
Bajo la piel, despacito, volví a sentir esa rara sensación de complicidad, de seguridad, algo inexplicable. Me regocijaba verla todos los días y a todas horas.
Lentamente se fue acercando a la muerte. Yo sabía que debía ocurrir pero no me lo consentía. Ella oraba, oraba a toda hora. Estoy absolutamente seguro de deberle mucho de lo que soy o pueda ser a su oración.
Buscaba llamar la atención, quería mimos, ser tenida en cuenta más allá de sus limitaciones.
Un día murió.
Sin molestar, sola y desnuda bajo la sábana anónima de la terapia intensiva. Horas antes, cuando la visité y los médicos consideraban que ya podía ser trasladada a la sala, pregunté la razón por la cual le habían desconectado los cables del monitoreo cardíaco. “No hacen falta, está bien”, me dijeron, “además —agregaron— los manoseaba y cuando le preguntamos qué estaba haciendo, nos respondió que rezando el Rosario...”
Pero se murió.
Cuando retiré del cadáver aún tibio el anillo de matrimonio que papá le entregó frente al altar 57 años atrás y que jamás se quitó, sentí bajo la piel la sensación de que estaba tocando un sacramento.
Fueron uno, son Uno, me dije para mí mismo.
Puse los dos anillos juntos, el de ella y el de papá en una pequeña caja de cerámica. Debía ser así.
Y enterré a mamá.
*****
No puedo abordar este relato sin lágrimas, lágrimas de una ternura infinita.
Lágrimas de soledad aunque esté rodeado de vida, vidas para quienes soy ahora el tronco y no me queda otro donde apoyarme.
Aprendí de esa anciana tanto... Y después de su muerte sigo aprendiendo.
Bajo la piel siento su presencia y la de papá y la de todos aquellos que son mi mos maiorum, mi pasado que fue como debe ser mi futuro y el futuro de esas vidas, mis hijos, su trascendencia aquí a quienes espera con amor en su trascendencia de Allá.
Aprendí que no hay amor más grande que dar vida y cuidarla.
Que entregar todo hasta quedar desnuda, hasta morir desnuda, por todo adorno solamente el sacramento del amor, el anillo nupcial, significado de entrega al que fue fiel siempre y para siempre.
Entendí que tengo que transmitir de alguna forma esa enseñanza, involucrar a mis hijos en la entrega, en el desprendimiento, en defender la vida, en el cuidado escrupuloso de la familia, en la oración como vocación relacional para vencer la muerte, en el amor.
Porque no es la sangre lo único que nos transmiten nuestros viejos sino valores, conductas, formas de vivir la vida, sentimientos que bajo la piel son los motivos para vivirla. Que sin esas sensaciones íntimas, el invierno se apodera de las flores y no habrá frutos la siguiente primavera. Que no habrá gozo ni esperanza.
Mamá murió el 1º de Mayo de este año 2004. Me cuesta el punto final, lo demoro como si me estuviera desprendiendo de algo propio a sabiendas que nunca fue mío sino de quienes lo habrían de leer.
Es que estoy despidiendo la intimidad que tuvimos. Le leí algunos cuentos en las tardes de invierno y gozó con ellos, opinó y corregí más de un párrafo según su consejo.
No puedo dedicarle este libro como hice con otro anterior cuando cumplió 90 años, cinco atrás. Ya no está sola, está en el Amor al que amó por sobre todo y con quien amó sobre todos los hombres, su esposo, mi padre; fueron uno, ahora son UNO.
Se lo entrego a ellos dos, soy su obra, este libro también es su obra.
Del libro "Bajo la Piel"
E-mail del autor zschez@yahoo.com.ar
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