viernes, 30 de abril de 2010

LA FÁBULA DEL SAPO



Por Susana Merlo (*)

Dicen que si se echa un sapo en una olla de agua hirviendo, por reflejo, el animal contrae los músculos ni bien toca el líquido y salta afuera.

Sin embargo, si uno pone el sapo en la olla con agua fría, y luego prende el fuego, el líquido se va calentando y cuando comienza a quemar el sapo está adormecido, y perdió la capacidad de reacción...

Muere quemado.

Y al sector agropecuario parece que le está pasando lo mismo que al sapo, en materia de política impositiva.

Los aportes, sólo por retenciones, ya superan los U$S 40.000 millones desde que se reimplantó este gravamen en 2002 (aunque entonces no se llegaba a los U$S 1.000 millones anuales), y nadie parece recordarlo.

Los impuestos y tasas se siguen multiplicando y desguasan cualquier ingreso, pero no se escuchan voces de alerta o preocupación, a pesar de que se trata de recursos que salen del circuito productivo y pasan al de las administraciones (nacional, provincial, municipal), aunque en un gran porcentaje, con destino bastante incierto.

Lo más grave es que el abrumador nivel impositivo, casi imposible de enumerar y que incluye Ganancias, Bienes Personales, Impuesto al Cheque, Ingresos Brutos, Sellos, Inmobiliario Rural, etc., etc., varios de ellos superpuestos (como los que recaen sobre la tierra), se alternan con los indirectos (combustibles, servicios y otros), más las tasas municipales que mayoritariamente son gravámenes, ya que no se corresponden con una contraprestación de servicios; las ya mencionadas retenciones y también el IVA que, en varios casos de la actividad agropecuaria, “no” es neutro debido a los diferenciales que generan créditos estructurales de difícil o nula neutralización.

A todo esto hay que sumarle un efecto colateral adverso casi tan grave como la exacción en si misma. Es que hay una relación directa, aunque inversa, entre el nivel impositivo y el de inversión: a mayor presión del primero, hay una disminución directamente proporcional del segundo, y eso alcanza no sólo a la masa de recursos de los propios productores que, naturalmente, deja de aplicarse a la producción para ser derivados al pago de impuestos sino, más grave todavía, a los eventuales inversores de otros sectores, y hasta del exterior, desalentados por la fenomenal presión impositiva.

Tal vez, el ejemplo más claro de todo esto sean las diferencias entre Argentina y Uruguay.
Mientras el país pierde capitales productivos propios y ajenos, el Uruguay, con una política fiscal más simple, clara, y sin retenciones, que es más “amigable” para la producción, sigue recibiendo inversiones locales, del exterior, y hasta de los argentinos desalentados por su propio país.

¿Cuánto podría crecer la producción local con una política fiscal razonable y equilibrada que, al mismo tiempo, no “estimule” la evasión, y sea capaz de controlarla?.

Y por otro lado, ¿cuánto disminuiría el costo argentino si los recursos fiscales se asignaran, efectivamente, a las obligaciones del Estado como infraestructura, servicios o comunicaciones?.

Porque lo que tiene que quedar en claro es que la empresa agropecuaria pierde a dos puntas: en forma directa por la presión impositiva descomunal, pero también por el “costo argentino” producto de que los abultados recursos fiscales se derivan, evidentemente, a otros menesteres que no son exactamente de corte “social”...

Tampoco nadie parece sorprenderse porque los sectores productivos hayan pasado a tener un socio de prepo: el Estado, aunque sólo para las ganancias ya que en las pérdidas, muchas de ellas generadas por la propia política oficial, las empresas deben amañarse solas o desaparecer.

Pero, como el sapo en el agua caliente, el sector aparece ahora acostumbrado a esta ya escandalosa política fiscal, y hasta adormecido para cualquier reacción...

Crónica y Análisis publica el presente artículo la Ingeniera Agrónoma Susana Merlo por gentileza de su autora y Campo 2.0.

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