viernes, 11 de febrero de 2011
CUANDO DESKUBRIÓ A UN POBRE
La enfermedad más temida
Frente a un título así tendemos a suponer que estamos hablando de cáncer, o cardiopatías aún más mortales, pero en la Argentina la enfermedad que mata más gente es una enfermedad moral: la corrupción.
Nuevamente una noticia de Salta parece movilizar, no ya a la opinión pública, sino los titulares de algunos medios. Igual que poco tiempo atrás, cuando murieron tres niños de corta edad, ahora una criatura más ha fallecido por un cuadro de desnutrición.
El lugar no es otro que Tartagal, allí donde, luego de aquel alud de barro que puso la ciudad en los medios, Cristina Fernández descubrió que había pobres.
El niño muerto es, al igual que los anteriores, miembro de una comunidad aborigen. Hijo de padre Chulupí y madre Chorote llegó en brazos de sus padres al hospital donde poco después murió. No tenía nada que fuera imposible de prevenir. No necesitaba infraestructura de alta complejidad ni ser trasladado por vía aérea. Necesitaba, en primer lugar, comida; en segundo lugar, padres con mayor instrucción que se dieran cuenta que un niño con diarrea está en riesgo de muerte.
Hoy se podrán discutir muchísimas cosas respecto al deceso, a la atención del hospital, a la actitud de los padres, pero la verdad es que el caso está inscripto en el proceso de corrupción del estado.
No es que no haya dinero para la atención primaria de la salud. No es que no haya partidas para instruir y concientizar a los integrantes de estas tribus cuasi urbanas que abundan en la zona. Lo que sucede es que los dineros no llegan.
No es una novedad, la corrupción es una vieja endemia argentina. Hace muchos años, el entonces párroco de Iruya, un pueblo mítico de Salta, decía que el estado nacional asignaba $7,00 por comida y por alumno de la escuela parroquial, pero el monto no iba del Ministerio de Bienestar Social a la escuela sino que seguía un tortuoso camino de transferencias. Bienestar Social de la Nación a Educación de la Nación, de allí a su par de la provincia, este a otros entes y finalmente, cuando llegaba – tarde por lo general – de los $7,00 originales sólo quedaban $0,35, es decir la vigésima parte.
Eso sucede con la educación, con la salud y con toda actividad en la que intervienen ciertos colaboradores oficiosos por los que pasan los fondos.
En Tartagal todo funcionó mientras estuvieron las cámaras de televisión, luego fueron muchos los que se hicieron con los elementos que envió el gobierno nacional para paliar la crisis del alud. Lo mismo sucede con los fondos destinados a la atención de la salud infantil o a paliar la desnutrición.
En más de una ocasión se ha investigado estas “abducciones” de dinero y elementos, pero como los responsables han resultado ser gente “del palo” que argumentó haber recibido órdenes que nunca se pudo comprobar, todo quedó en la nada.
Unas veces es dinero, otras veces medicamentos, alimentos, colchones o chapas. No llegan en el momento ni en la cantidad en que se necesitan porque hay quienes las administran como propias, ya sea para incorporarlas a su patrimonio o como medio proselitista para asegurase votos.
Si se pudiera curar la corrupción no tendríamos esa mortalidad infantil y posiblemente aún las enfermedades graves no lo serían tanto. Por el momento parece que no tendremos posibilidades.
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