martes, 20 de enero de 2009

CON LINCOLN DE LA MANO

Obama parece tener claro el sentido institucional de la presidencia y la necesidad de sumar

por Pilar Rahola

Creo, sin temor a exagerar, que la mayoría de los que no apoyamos a Barack Obama en su confrontación con Hillary Clinton estuvimos dispuestos a dejarnos seducir, un segundo después de que hubiera ganado. Y no tanto por haber visto la luz, como porque Estados Unidos es un país demasiado importante en el mundo como para pensar que no cae en las manos adecuadas.

Sin ninguna duda los años de Bush nos han dejado tan agotados que la idea de que Obama será un cambio de paradigma es casi una necesidad biológica. Además, todos los gestos que nos han ido llegando de su estilo de hacer política hacen pensar que realmente Obama tiene la cabeza en su sitio, y tiene ganas de usarla. El equipo que ha ido gestando hasta ahora avala, también, esa esperanzadora idea.

Más allá, pues, de las expectativas realistas que ha creado el nuevo presidente -cuyo gusto por la liturgia y el simbolismo debe de hacer las delicias de la siempre cinematográfica sociedad norteamericana-, Obama ha creado también una especie de gran expectativa integral, como si fuera un nuevo gurú de la política mundial, como si fuera el hombre que resolverá todos los problemas del mundo, desde la crisis económica hasta los conflictos armados.

Hace tiempo apunté el error de confundir el apoyo a Obama con la nueva religión de la obamamanía, y ayer mismo Alfredo Abián, en su editorial "Cándida obamamanía", avisaba de la frustración que podían sufrir algunos de sus seguidores más hooligans. Josep Cuní, pionero en la defensa de Obama, cuando nadie creía en él, también hace tiempo que avisa en el mismo sentido. Ciertamente, Obama parece un político de altura con ganas de demostrarlo.

Pero precisamente porque puede ser un político de altura, y porque el tiempo que le toca vivir presenta retos de enorme dificultad, hará tantas renuncias a la exigencia utópica como concesiones a la pragmática política. Y entonces, algunos que lo confundieron con un Mesías, se sentirán traicionados. Chomsky ya ha empezado... Llega, pues, Obama al poder. Y llega en tren con la mejor compañía, de la mano del hombre que firmó, como decimosexto presidente de Estados Unidos, la Proclamación de Emancipación de 1863, en la que se rubricaba el fin de la esclavitud. Abraham Lincoln había dicho: "Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son", y esa verdad irrefutable era especialmente brutal para los negros esclavos de su época.

Que un siglo y medio después el presidente de Estados Unidos sea de padre negro dice mucho de los esfuerzos de este país para superar sus propias intolerancias. Pero la América que presidirá Obama se parece más a la que encontró Franklin D. Roosevelt, cuya brutal crisis lo llevó a firmar el famoso new deal, el paquete severo de medidas económicas -intervencionistas- para paliar el crac del 29.

Entre el republicano Lincoln y el demócrata Roosevelt, Barack Obama parece tener claros dos conceptos fundamentales: el sentido institucional de la presidencia y la necesidad de sumar sensibilidades para salir del agujero. Ello, que lo está llevando a posiciones centradas, ya le está granjeando (sin haber empezado) las críticas más severas. Por ejemplo, como he anunciado más arriba, ya ha recibido los cariños de Noam Chomsky, abanderado de todas las trincheras del dogmatismo doctrinal de izquierdas.

Y si a la profunda crisis económica sumamos el planeta multipolar que lidiará con China, Rusia, Brasil e India marcando sus propias agendas, el reto del yihadismo totalitario, con su derivada terrorista, la amenaza nuclear iraní y los conflictos abiertos (con el de Israel y Palestina a la cabeza), entonces es evidente que Obama necesitará algo más que la mítica del pasado para gobernar el presente. Escribió también Lincoln: "¿Acaso no destruimos a nuestros enemigos cuando los hacemos amigos nuestros?". El problema para Obama es que algunos de sus enemigos van a querer continuar siéndolo.

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