Qué no se ha dicho ya de estos dos pájaros de cuenta, dos tahúres afortunados por muchos años, que de tanto lograr éxitos mal habidos, se convencieron de que habían nacido para reinar un país de siervos primitivos y sumisos en los confines de la tierra.
Por D Calori
La Argentina, a lo largo de sus casi doscientos años de historia como país independiente, ha ostentado todo un caleidoscopio de conductores de las más diversas tendencias e ideologías. Los hubo monárquicos, republicanos, caudillos, masones, nacionalistas, liberales y entre ellos, capaces, inútiles, estadistas, mediocres, pusilánimes, soberanos, oportunistas, cobardes, traidores, heroicos. Pero jamás entre todo ese bagaje de personalidades hubo un deficiente mental, un paranoico, un demente que además fuera ideológicamente un “nada”. Eso hasta el momento previo de la conclusión de nuestro segundo siglo de vida.
Pero como los argentinos estamos llamados a ser innovadores y contreras más allá de lo razonable, no podíamos desaprovechar lo que el destino trágico guardaba para estas latitudes del fin del mundo.
Y era precisamente un insano, un aglutinador insaciable de taras, el que nos faltaba como ejemplar en la panoplia de individuos que por imperio de las circunstancias debía regir estas tierras.
Pero como las calamidades no vienen solas, este orate venía con un aditamento, copia fiel del original pero del sexo opuesto y con el agravante, siempre para profundizar las desgracias, de que la amancebada traía consigo, como de fábrica, una exacerbada mezcla de parloterismo vacuo y odioso con una enorme dosis de banalidad y egocentrismo que ni la más conspicua de las cortesanas de la historia hubiera siquiera empardado.
Este par de oportunistas, como consecuencia de un interminable cúmulo de desaciertos de una sociedad profundamente enferma y una cuota de suerte oscura, la que sólo puede permitir el averno para controlar definitivamente las almas, se apoderó de la conducción de un país que traía ya severos síntomas de descomposición, los que no aparecen en forma improvisada sino por una sucesión de errores graves cometidos a lo largo de décadas.
Qué no se ha dicho ya de estos dos pájaros de cuenta, dos tahúres afortunados por muchos años, que de tanto lograr éxitos mal habidos, se convencieron de que al igual que Danny Dravolt y Peachy Carnehan, los personajes centrales en la célebre obra de Rudyard Kipling, “El hombre que quiso ser rey”, habían nacido para reinar un país de siervos primitivos y sumisos en los confines de la tierra.
Durante muchísimo tiempo se retroalimentaron merced a infinidad de factores, entre ellos el acompañamiento de alcahuetes y lamebotas sin ningún pudor, los que como hienas hediondas huelen la carroña y se acoplan hasta que no queda nada que roer, partiendo luego raudamente en busca de nuevas presas, que otros cazaron y sólo dejan sus despojos.
Quien conoce la historia de Kipling, sabe que al final Dravolt al ser desenmascarado, sufre una muerte cruel y su socio en el delito un castigo espantoso. Todos sabemos que ese será el final de los Bonnie y Clyde modernos que se adueñaron de las pampas y no dejaron daño de hacer y muñeco que voltear.
Pero lo que es una muerte anunciada proferida a gritos por muchos, ansiada por la mayoría absoluta y temida por las ratas que prontas a huir como de costumbre y que luego serán las primeras en devorar sin piedad los restos putrefactos de los dos reos, sobrevendrá tras un desmoronamiento casi irreversible de una nación que muy difícilmente puede resurgir como país organizado.
Los porqué de tan lúgubres vaticinios no surgen de una videncia especial o por un don celestial, sino simplemente por el sólo hecho de haber vivido en una sociedad por décadas y conocer sus virtudes, que son algunas, no muchas, pero sus terribles y numerosos defectos que se arrastran desde el preciso momento de su decisión de soberanía, serán los que finalmente la mande a la tumba.
La existencia de estos dos malvivientes y sus bandas, como las de todos los que de alguna manera coadyuvaron a demoler la Argentina, sólo es posible por los vicios profundos de la sociedad toda como pueblo.
Es injusto y de un gran facilismo adjudicar culpas y responsabilidades a los demás de todas nuestras desventuras y tragedias. Somos nosotros, los argentinos todos los causantes de todas las desgracias y miserias que nos han agobiados a lo largo de la historia. Y peor aún, continuarán por “sécula seculorum” y hasta que Dios diga basta.
En este concierto interminable de defecciones, agachadas, traiciones, deslealtades, es llamativo y hasta extraordinario, el haber llegado hasta acá sin haber desaparecido antes. Tengo el convencimiento que se debe exclusivamente a la infinita misericordia divina, más que por nuestros pocos aciertos. Sin embargo, y como decía sabiamente Don Bosco a sus discípulos, “No debéis abusar de la infinita misericordia de Dios”, creo firmemente que ya estamos agotando todas las fichas que se nos dieron al comienzo del juego, sino es que las agotamos ya.
Desde el principio ya veníamos fallados y la Primera Junta de gobierno fue un rejuntado de hombres que tiraban cada uno para su lado. Más de doscientos años de historia hasta ese instante se hicieron polvo y el tratar de demostrar que éramos capaces de auto dirigirnos fue de fracaso tras fracaso.
Jamás un pueblo en la historia ha sido derrotado sino desde adentro. Eso quiere decir que por obra de los enfrentamientos intestinos, los egoísmos, los resentimientos, las traiciones y los “vendepatrias”, la suerte de un país está seriamente comprometida. Lo cierto es que en esta joven nación todas esas temidas condiciones se dieron en cascada. Eran muy profundas las diferencias entre los que privilegiaban las tradiciones y los que siempre seducidos por el modernismo de las ideologías europeizantes se dejaron tentar por sus cantos de sirenas. Usando argumentos muy convincentes, aún para la posteridad, justificaron todas y cada una de sus acciones.
Los resultados fueron guerras y más guerras. La desunión y el odio entre hermanos fue la marca indeleble del país, que siempre se vio dañado en beneficio de las potencias extranjeras. Y siempre hubo un traidor que entregó la patria. No hace falta mencionar nombres, cualquiera con un mínimo de conocimiento de la historia argentina los sabe y también lo que esos ocasionaron. Lo real es que siempre los beneficiados eran los foráneos.
Pero ello no se limitaba a una traición y una entrega más. Lo que quedaba, el residuo de esas miserias eran décadas de postración y atraso. Y lo que es peor, de un aumento de las diferencias sociales que producían mayores injusticias y nuevos resentimientos. Estas tendencias nos acompañaron sin solución de continuidad durante todo el siglo XIX y el nuevo siglo no nació mejor. El aparente resurgir de la nación en el concierto mundial contrastaba con la realidad que subyacía en la sociedad marginada. Los fastuosos edificios que inundaron la Capital durante el centenario, no tenían una contrapartida en las respuestas a las clases más postergadas.
Eso como ha ocurrido en otros países emergentes, fue siempre capitalizado por los falsos progresistas de tendencia marxista que hicieron siempre su agosto en esas poblaciones vacías de todo y más aún, en los supuestos intelectualoides universitarios.
El resultado, más divisiones y odios. De nada sirvió que en forma esporádica hechos notables de soberanía política despertaran ilusiones concretas de un resurgir de la Patria. Siempre aparecía un grupo de traidores que se encargaba de patear el tablero y una vez más las potencias extranjeras se vieron beneficiadas por la ruindad de esos miserables.
Los años de posguerra profundizaron las enormes diferencias que los argentinos ya traían como marca de fábrica y estos últimos sesenta son una verdadera muestra de cómo una nación hace lo imposible para desaparecer como tal. Siempre, como una burla cinematográfica, la derrotada es la Argentina. De nada sirven hechos fantásticos de explosión soberana, de muestras cabales de patriotismo, de extraordinarias acciones de coraje y dignidad, al final la derrota está siempre asegurada y los beneficiados son los otros, nunca nosotros.
¿Adónde se encuentra a mi juicio la razón de esas derrotas consuetudinarias? En todos los pensamientos políticos hay hombres buenos y malos, los que aman a su patria y los que están dispuestos a venderla por poder, riquezas y goces. No es de ninguna manera cierto, lo que muchos han sostenido como una verdad absoluta, que los malos son todos aquellos que profesan tal o cual ideología que no es la mía y los buenos los que están conmigo.
Nada más falaz y útil a los intereses de los verdaderos enemigos, los reales malos. Esa estrategia siempre ha ocasionado divergencias que favorecieron al enemigo y una nueva tragedia nacional. No hablamos de los activistas, aquellos comprometidos severamente con tal o cual tendencia, sino del hombre tipo, del ciudadano que ha depositado su cariño por tradición o por convencimiento en una ideología o pensamiento político.
Para los no peronistas, pareciera que serlo es una maldición y que todo lo que lo representa es una desgracia, síntesis de todas las desventuras nacionales. Otro tanto sucede con los que responden ideológicamente a ese pensamiento contra los que no los son. Los motes de populistas, peronchos, gronchos, negros, patoteros, o gorilas, vendepatrias, oligarcas, no sólo son injustos sino que ahondan las diferencias entre unos y otros. El peronismo adolece de profundas fallas pero a la vez constituye una realidad que también dio lo mejor y lo peor de estos últimos sesenta años.
Hay miles de peronistas capaces, honestos, lúcidos, patriotas que les asquea la presencia de estos depravados en el gobierno y que podrían sin lugar a dudas reconstruir la nación si se les permitiera. Otro tanto sucede entre los radicales o conservadores. Los nacionalistas católicos por ejemplo, que sin aceptarlo comparten infinidad de coincidencias con millones de buenos y patriotas peronistas, aquellos que odian visceralmente al marxismo apátrida y anticristiano y que aman su fe católica, históricamente han despreciado todo lo que huele a peronismo. ¿Cuál fue el resultado? Desgracias sin par, divisiones, odios, resentimientos y la derrota nacional.
Pareciera una estupidez sin sentido. La mayoría de los buenos peronistas sienten más afinidad con la mayoría de los radicales o conservadores o nacionalistas, que con infinidad de peronistas corruptos y venales o lo que es tan malo o peor si se quiere, montoneros marxistas disfrazados de peronistas. Y no dudo que muchos de estos comparten esos mismos sentimientos para con aquellos, pero las cúpulas dirigenciales pareciera no querer entenderlo. Son superados por sus aversiones, por sus mitos, por sus recuerdos.
No quieren entender que ya son muchas las heridas, más de lo tolerable, que hemos vivido todos en conjunto y se insiste obcecadamente en no abandonar de manera definitiva y sincera esas predisposiciones arrastradas por décadas. Esas aprehensiones sirvieron para que los reales y verdaderos enemigos de la nacionalidad y de nuestra verdadera fe, gozaran de victorias sucesivas que han llevado al día de la fecha al desmoronamiento nacional.
Los masones de adentro del peronismo y de adentro de la Iglesia por ejemplo, se sirvieron de ambos para consumar la más repugnante tragedia que derivó en décadas de sufrimientos y postergaciones. Por un lado creaban divisiones que no existían entre gente que profesaba y amaba la misma fe, luego fraguaron el incendio de las Iglesias y a continuación los bombardeos de la población. Todo fue una estrategia brillante de esa masonería, pero los inocentes cayeron en la trampa y les hicieron finalmente el juego.
¿Qué resultó de todo eso? sesenta años de desencuentros, de atraso, de odios, de destrucción. Un hombre bueno y noble como el General Lonardi se inmoló por lo que creía. Habló de "Ni vencedores ni vencidos" y en algo más de dos meses era un recuerdo porque fue eliminado por los verdaderos demonios que lo secundaban. Después de todo, "los católicos" de un lado ya se habían sacado de encima al tirano depuesto, mientras que los "católicos" en conjunto, incluidos los vencedores, comenzaban un largo peregrinaje de sufrimientos, herejías y blasfemias que llegan hasta el presente. Una vez que ambos se enfrentaron con odios irresueltos, los malvados de siempre disfrutaron de esos infames logros.
Ningún no peronista o anti peronista puede negar que Perón cambió, no discutiremos si fue o no culpable de lo que se le achacó, lo cierto es que cambió antes de morir y en su conciencia fue buscando el bien de la Patria. ¿Qué hombre puede jactarse de no cometer errores o pecados? Ninguno y menos los últimos de esta etapa final de pseudodemocracia. Sin embargo, ¿cuántos en nuestro país han tenido la dignidad y la humildad de reconocerlo y sobre todo cambiar sus conductas como lo hizo él? Pues bien, ni eso fue aceptado por muchos que se dicen nacionalistas y católicos que persisten en su odio a todo lo que es algo de Perón.
Eva Perón sostenía que lo peor que le puede pasar a un peronista era convertirse en oligarca y vaticinó como un lamento antes de morir, que si ello sucediera finalmente, los peronistas destruirían al peronismo. Es precisamente eso lo que ha ocurrido y es una verdadera tragedia, aún para los no peronistas. Con todas sus fallas, el peronismo fue la muralla de contención del marxismo, el mismo que se ha adueñado de todos los países de la tierra. Y dentro de él, el movimiento obrero cumplió un papel preponderante en esa lucha contra el poder de los rojos.
Solamente los imbéciles pueden creer que el marxismo murió con la caída del muro de Berlín y de la cortina de hierro. Está vivito y coleando y más peligroso que nunca porque ha adoptado técnicas gramscianas que lo han llevado a la excelencia. No existe nación que no esté bajo sus garras, hasta los genios norteamericanos cayeron, a manos del mulato Obama.
En ese patético escenario, la Argentina se debate en un mar de conflictos, la mayoría creados por los mismos argentinos. Pero como la estupidez es patrimonio de los hombres en general y de nosotros en particular, pareciera que no hay reflexión posible para que cambiemos el rumbo. Somos desgraciadamente incorregibles y por ello merecemos todas nuestras desdichas.
Así, no es difícil entender que casi en los umbrales de nuestros primeros doscientos años, y que estoy convencido que serán los únicos doscientos años que cumplamos, nos encontramos totalmente dominados y sometidos como adelantara Perón como una de las dos opciones posibles para el dos mil.
Y que en medio de esa perversa realidad, sean dos esperpentos contrahechos, física, mental y espiritualmente y una manada de hienas rasposas y malolientes, los ejecutores de nuestra anunciada y temida defunción. Pero es preciso volver a repetir el viejo adagio de ¿quién es el culpable, el chancho o el que le da de comer?
Jamás hubiera sido posible la presencia de este estiércol, de no haberlo propiciado los argentinos.
¿Qué podemos esperar? Todo lo malo que se pueda imaginar mientras no cambiemos nuestra actitud, nuestra conducta, nuestra decisión. Creo que ya el cáncer ha tomado partes vitales y difícilmente podamos recuperarlo en su totalidad al cuerpo, pero siempre es algo el salvar lo que queda. Y para ello es imperioso comenzar ya, toda demora será para una agonía más cruel.
Seguirán pudriendo los Tinelli las mentes de los marginales y de todos aquellos que culturalmente se encuentran en las fronteras de la imbecilidad. Continuará la prensa y los periodistas que se pegan al poder de turno como garrapatas, mintiendo y trampeando la historia. Las lesbianas, homosexuales y demás enfermos sexuales, permanecerán sodomizando la mente de nuestros niños y jóvenes. Los terroristas cobrando subsidios, indemnizaciones, inaugurando museos de la memoria, persiguiendo y encarcelando a soldados que los derrotaron en la guerra.
Los violadores disfrutando de pulposas jovencitas y los pederastas de mancebos descuidados. Los narcotraficantes gozando de las licencias que les defiende el ministro de justicia y las exenciones de los diputados y senadores. Los jueces garantistas privilegiando a los victimarios en contra de las víctimas. Los Soros, los Turner, los Grobocopatel, los Ezquenazis, los Igor, los de Vido, los Moreno, saqueando nuestra riqueza y nuestro trabajo. Los asesinos practicando tiro al blanco en los cuerpos de los infortunados y algún club de fútbol, mientras con más hinchas mejor, ganando a cualquier precio de modo que sus energúmenos gocen, chupen y no jodan en un argentinizado “pan y circo”.
Estos dos descerebrados tienen que irse ahora y con ellos toda su banda, pero a las cárceles, para que no salgan jamás en lo que resta de sus miserables vidas. Luego poner en su justo lugar a todos los que se precian de políticos para que purguen todos y cada uno de sus latrocinios y traiciones. Sabemos perfectamente quiénes fueron sus cómplices, quiénes apoyaron leyes inmorales y contra natura, sabemos quiénes son los infames traidores a la Patria , quiénes son los jueces que se pervirtieron por dolo o cobardía.
En nuestras manos está el restaurar la justicia y la nación toda. Pero para ello es imprescindible terminar con nuestras antinomias, de poner como siempre las contradicciones secundarias como primarias y privilegiar la salvación de nuestro modo de vida, el que nos legó la fe de nuestros padres, el mismo que se sustentó sobre los pilares de la Patria , las que fundaron nuestra nacionalidad.
Tal vez así y sólo tal vez, podamos cumplir con el objetivo que se propusieron muchos, no todos, de los fundadores de la Patria hace casi doscientos años y que obstinada, criminal y estúpidamente hemos puesto en serios riesgos de supervivencia.
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