viernes, 14 de enero de 2011
EL MITO DEL TUERTO
EL MITO KIRCHNER: UN MITO EN SÍ MISMO
Por el Dr. Jorge R. Enríquez
Uno de los peores rasgos de los países de insuficiente desarrollo institucional es el exacerbado personalismo.
A falta de ideologías claras, los apellidos de las personas se convierten en "ismos", como si se tratara de corrientes de pensamiento. Kirchnerismo, moyanismo, duhaldismo, cobismo, "reutemismo" (¿por qué no "reutemannismo", como debería ser?). A veces, el solo nombre basta. Hasta hace un par de años, se hablaba del "albertismo", y no sería raro que pronto se hiciera referencia al "maximismo", que no es lo mismo que el maximalismo.
Cuando se cruza con otra pasión argentina, la necrofilia, el personalismo produce con celeridad una vasta toponimia.
En pocas semanas, infinidad de calles en la República Argentina han cambiado su nombre tradicional por el de Presidente Kirchner.
No es censurable que los partidarios del difunto dirigente quieran homenajearlo, pero la modificación de nombres que designan a lugares públicos debería ser adoptada con prudencia y con un criterio restrictivo.
Siempre nos hemos opuesto a los cambios de nombres de calles, aún cuando los nuevos nombres correspondieran a personas fallecidas hace mucho tiempo. Los nombres integran la identidad de calles, paseos, plazas, puentes, etc. No deberían modificarse salvo que mediaran razones muy poderosas.
Por lo demás, conviene dejar pasar algunos años. El paso del tiempo aquieta las pasiones y permite un juicio más reflexivo sobre las trayectorias y los merecimientos. No borra las polémicas, como bien se advirtió cuando se quiso cambiar el nombre de la avenida Sarmiento por el de Rosas, pero por lo menos favorece una perspectiva que la inmediatez no da.
Durante las primeras presidencias de Perón, casi todo se bautizaba con su nombre y el de Evita. Hasta dos provincias fueron llamadas así. Eso implica una agresión a quienes no son partidarios de las personas que esos nombres recuerdan, salvo que existiera una casi unanimidad sobre sus méritos.
La idea de Julio Grondona de denominar Presidente Kirchner al próximo torneo Clausura de fútbol es un disparate de ese estilo. Se trata nada más que de ejercer la obsecuencia con el gobierno que le ha dado irresponsablemente tantos fondos, que se hubieran destinado mejor a otros gastos.
El personalismo -potenciado por la necrofilia- empobrece a la sociedad. No es progresista: es profundamente reaccionario. Sólo es progresista una república de iguales.
Esta exaltación fanática de la figura del ex presidente, más propia de una secta que de una organización política tiene planes más ambiciosos que no se contentan con un simple cambio del nomenclador de provincias o ciudades.
Apenas fallecido Néstor Kirchner, el poderoso aparato de propaganda oficialista comenzó una tarea ímproba: construir un mito de la figura del ex presidente. La empresa podría tener el halo romántico de las causas perdidas si no fuera que hacia ese fin se desvían enormes recursos públicos y que, dirigida desde el Estado, la “canonización” tiene un innegable tufillo totalitario.
Pero es muy difícil crear deliberadamente un mito. En ocasiones, el Estado facilita la tarea; sin embargo, para que el mito se arraigue y sobreviva al régimen que pretende imponerlo, debe haber un suelo fértil. La muerte temprana, los orígenes humildes, por ejemplo, como en Carlos Gardel y en Eva Perón, son algunos elementos que suelen estar presentes.
Nada en Néstor Kirchner sugiere que la hagiografía diseñada por el gobierno nacional vaya a prosperar. Hay, sin dudas, personas que de buena fe valoran positivamente la trayectoria del difunto dirigente peronista, pero salvo grupos minúsculos nadie lo consideró nunca alguien que irradiara un espíritu casi sobrenatural, un liderazgo del tipo que Max Weber identificó con la palabra carisma.
No, ni Kirchner ni su viuda han sido políticos carismáticos. No han despertado esa adhesión inmediata, que supera las fronteras de lo racional. Han sido, más bien, dirigentes peronistas clásicos, en cuanto a su concepción corporativista de la política, a la que agregaron una desmedida vocación por la acumulación de poder y de dinero: improbables credenciales para ascender al Olimpo de los mitos argentinos.
De ahí que las comparaciones con José de San Martín o con Nuestro Señor Jesucristo que alientan funcionarios siempre dispuestos a la obsecuencia más crasa –de los que el peronismo ha dado lamentables ejemplos en su historia-, sólo puedan despertar una sonrisa piadosa. Toda la construcción es de una grosera artificialidad.
Si algo nos sobra a los argentinos son los mitos. Este último mito prefabricado es un mito en sí mismo. Pronto hablaremos del mito que no fue. Ya es hora de dejar la Argentina mítica atrás y encarar, sobre la base de la real, el país del futuro, con esfuerzo, con trabajo, con racionalidad y sin ensoñaciones vanas.
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