lunes, 26 de abril de 2010
OFUSCADA DUALIDAD
Por Alberto Medina Méndez
Un signo característico de estos tiempos es el de la vehemente confrontación que conlleva cada debate político. Posiciones opuestas, culminan invariablemente en discusiones airadas, con protagonistas que hacen oídos sordos, al planteo ajeno.
Enfrascados en su misma visión, los más, se dejan vencer por la pasión. Plantean todo casi como una competencia deportiva en la que habrá vencedores y vencidos.
Para ellos solo se trata de tener razón a cualquier precio, y argumentar con lo que se tenga a mano para lograr que las premisas se ajusten al desenlace esperado. Un deplorable hábito intelectual que primero establece la conclusión pretendida, para luego seleccionar las premisas que mejor se ajusten a lo deseado.
Finalmente todo queda reducido a oficialismo y oposición.
Si el lugar desde el que se habla es la trinchera cercana al poder, pues todo lo que hace el gobierno será magnífico. Los funcionarios son honestos, profesionalmente preparados, equilibrados en su discurso, tolerantes demócratas, excelentes líderes y cuanto elogio este al alcance.
Todo lo que hacen luce, hasta los errores. Cuando se equivocan incluso, nos convencerán, de que es solo parte de un premeditado e inteligente plan que incluye el error como engranaje indispensable del exitoso proceso. La autocrítica no está en la agenda, bajo ninguna circunstancia.
Aparecen así, fundamentalistas del oficialismo, aduladores y alcahuetes, muchos de ellos plagados de motivación económica, para defender con uñas y dientes la posición personal obtenida, esa que les permite llevar dinero a sus hogares, y que opera en sintonía exclusiva con su propia conveniencia. No defienden sus convicciones, sino solo sus intereses materiales.
Los privilegiados del poder, los que reciben prebendas y favores directos deberían, al menos, guardar decoro cuando alaban al gobierno de turno, porque les comprenden las generales de la ley. El discurso de las férreas creencias se debilita, cuando detrás de cada explicación subyace la actitud de pasar por caja a cobrar cada adulación. Una cuota de dignidad debería contener esa eufórica reacción que lleva el signo pesos por delante.
Pero también están los otros, los simples ciudadanos, genuinos defensores de causas ajenas, esos que se sienten atraídos por determinadas ideas y proyectos que lleva adelante el oficialismo y que caen en la trampa de “aceptarlo todo” como si fuera un combo, en el que las opciones son “tómalo o déjalo”.
Gente de a pie, trabajadores, hombres alejados de la actividad política y que no reciben nada a cambio, entran en la dinámica de la intransigencia. Discuten con fervor defendiendo a sus gobernantes como si fuera su propio proyecto.
La contratara de este fenómeno se vive, de idéntico modo, del lado de la oposición. En este caso, la premisa será que cualquier cosa que haga el oficialismo está llamada a ser un fracaso antes de dar su primer paso.
Se enrolan en esta posición, resentidos crónicos, fracasados endémicos y revanchistas consuetudinarios. Ellos criticarán todo, desde la hora a la que se despierta el funcionario oficialista, hasta el color de su camisa.
Cualquier hecho, por insignificante que fuera, será sobredimensionado para atribuirle un nuevo revés al poder de turno. Nada de lo que hace el partido gobernante puede estar bien repitiendo esa fórmula que arranca por la conclusión y culmina en las premisas.
Lo paradójico es que esa ceguera permanece en el tiempo. Solo cambian ciertas circunstancias. Los años pondrán a los oficialistas en opositores y a la inversa, y la misma pasión para defender lo que sea estará nuevamente presente, ahora con el signo cambiado.
Aquel oficialista recalcitrante, será el más ferviente opositor cuando le toque estar en la vereda de enfrente. Y ese que dedicaba largas horas a la queja, relativizará cualquier ataque cuando sea su turno de ejercer el poder.
Convivimos a diario con esta dualidad, esta paradójica y zigzagueante actitud de defender lo indefendible, siempre con retorcidos argumentos. Como si todo estuviera bien, como si todo estuviera mal. En ambos casos, de un lado o del otro, la infantil caricatura de los eternos exaltados nos muestra una realidad a medias, una fotografía que nos retrata en forma incompleta.
Precisamos convertirnos en una sociedad con más mesura, con el criterio suficiente, para abandonar tanto testimonio superficial, fanatismo insolente y jerga panfletaria, dejando de lado las coyunturales luchas por el poder que solo consiguen repetir las viejas y malogradas recetas del pasado.
No se trata de una disputa deportiva en la que vestimos la camiseta de nuestro equipo. Esto es más complejo, y sobre todo más significativo. Se trata del mundo en el que vivimos, el país que nos alberga, la ciudad por la que caminamos. Se trata del presente y del futuro y, sobre todo, del de nuestros hijos.
La exasperación solo lleva a perder el rumbo, a sacar lo peor de sí, a descalificar antes que argumentar, a partir de prejuicios denostadores antes que escuchar activamente a los que ofrecen una mirada diferente. Todo lo que dice el otro es “basura” para estos protagonistas que se impregnan de soberbia cuando expresan lo que piensan. Están llenos de odio e irradian un profundo y absoluto desprecio por los demás.
Tanta banal discusión, que solo se enfoca en ganar la próxima pulseada, en combatir electoralmente suponiendo que el que obtiene mas votos tiene razón, es solo una muestra de esta patética forma de ver la democracia, la república y la política toda.
Nuestras sociedades evolucionarán en la medida que seamos capaces de razonar, de pensar, de debatir inteligentemente con argumentos aptos para superar los propuestos y, porque no, con percepciones ideológicas diversas, compartiendo ámbitos plurales, como en definitiva, pasa en la vida misma.
El reduccionismo que nos proponen los inadaptados de siempre, los de uno y otro lado, los opositores y los oficialistas, seguirá profundizando esta bélica visión de los bandos, de los grupos opuestos, antagónicos, enfrentados, donde lo que importa es imponer, tener razón como sea, sojuzgar a los que son minoría, para finalmente aplastarlos y hacerlos batallar por la disputa de un espacio único.
El lenguaje de la paz y la concordia, el de la razón y el sentido común, el del diálogo y el respeto, el del acuerdo y el consenso, no tienen cabida en el beligerante idioma que nos proponen los dueños de esta ofuscada dualidad.
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo de Alberto Medina Méndez por gentileza de su autor.
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