viernes, 24 de septiembre de 2010

LO PEOR ES LA IGNORANCIA



Por Susana Merlo (*)

El reciente planteo con el que nuevamente un sector de la política vuelve a la carga contra el glifosato, un herbicida que permite –y abarata- la producción de soja en buena parte del país, alarma por la insistencia en ofrecer como datos ciertos, elementos que hace años ya fueron desechados por erróneos en el mundo.
Pero, también, por la falta de responsabilidad y criterio con que se mueven, en este caso, algunos legisladores.

En este, como en otros varios temas, la pregunta es: ¿lo hacen por ignorancia o por intereses particulares? (aunque las consecuencias, y los resultados, sean los mismos en uno u otro caso).

Aunque trascendió hace relativamente poco tiempo, la irrupción de este agroquímico, de la mano de la soja modificada genéticamente, permitió en 10 años – entre 1996 cuando se autorizó, y el 2006- que el país ganara más de U$S 20.000 millones pero, especialmente, que pusiera en producción vastas áreas en las que sólo era factible el avance de las malezas hasta que irrumpió esta tecnología.

El resultado, casi 15 años después, es bien conocido, especialmente por el Gobierno que hizo de “la caja” que le da la soja, casi la mayor garantía de la operatividad oficial.

Por supuesto que nada de esto tendría ningún valor si existiera algún riesgo grave, si se hubiera comprobado un daño mayor, como por ejemplo, la afectación a la salud humana, pero no es así. Las pruebas que se realizan en el mundo desde hace casi 20 años no muestran tal cosa y la toxicidad del producto en cuestión no excede los umbrales de otros de las mismas características. No más, incluso, que los insecticidas de uso doméstico.

Obviamente tiene un porcentaje de toxicidad. También los autos son contaminantes, el gas de las heladeras es mortal, las baterías de los celulares, el veneno para las hormigas, o el jabón en polvo, si a alguien se le diera por comerlo. Pero, evidentemente, a nadie se le ocurre dejar de usar autos, o celulares, y mucho menos la heladera…

Sin embargo, el impacto negativo que genera la duda, especialmente ante afirmaciones muy enfáticas, ya está hecho aunque, no aún el más grave.

Pasó igual con las paltas o el aceite de oliva y el colesterol; con la carne vacuna, con el vino, con cantidad de productos que fueron hasta demonizados (como el fuego o las máquinas de fotos, que los indios creían que “sacaban” el alma), en campañas públicas no siempre tan inocentes, o bien intencionadas, ya que hay fuertes guerras de intereses detrás de muchas de ellas.

En más de un caso, no sólo no se comprobaron los supuestos daños, sino que hasta se recomienda su uso, o su ingesta con moderación (aceite de oliva, vino, etc.).

En el mundo moderno se usan cada vez más materiales genéticamente modificados, y esta gama de agroquímicos los hacen posibles.

Nadie vio, hasta el momento, en Estados Unidos, Europa o Asia algún resultado científico serio que indicara un riesgo para justificar su no utilización. Nadie dejó de hacer soja (al contrario), nadie la prohibió, nadie siquiera mantiene ahora las viejas campañas de desprestigio que alentaban los grupos ambientalistas más radicalizados que, finalmente, al no tener datos de peso, fueron perdiendo el respaldo público, y optaron por cambiar de denuncias como para no perderlo definitivamente. Después de todo, lo necesitan para subsistir…

¿Qué hubiera ocurrido con la Argentina si a mediados de los ’90 las autoridades de entonces se hubieran hecho eco de tales alarmas, en lugar de los datos científicos y técnicos que indicaban lo contrario?. ¿Cuál hubiera sido el resultado si se hubieran dado los 20 años de pruebas que exigían los supuestamente ecologistas, cuando ni en Japón se adopta ese lapso?

Es muy fácil: la Argentina hubiera perdido el tren de la producción agrícola, quedando relegada detrás de Europa y Brasil.

Córdoba aún sería casi totalmente ganadera, igual que otras provincias, varias de ellas del norte (Santiago del Estero, Salta, etc.), el Chaco seguiría fundiéndose periódicamente con el monocultivo de algodón y, básicamente, el país no tendría los miles de millones que dispone hoy para subsidios, por haber impedido algo que todavía nadie demostró seriamente que cause algún daño.

Proteger la vida es una cuestión central en cualquier país, más aún en un productor de alimentos como es Argentina, y cuidar el ambiente es básico en este objetivo. Casi tanto, como protegerse de la “contaminación intelectual” de algunos fundamentalismos provenientes de improvisados defensores del ambiente, más proclives al escándalo mediático, que a la fundamentación científica.

(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo de la Ingeniera Agrónoma Susana Merlo por gentileza de su autora y Campo 2.0.

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