Por Antonio Tardelli (*)
Juan Bautista Alberdi defendía la tesis de que, para los intereses del interior, un porteño era mucho menos peligroso que un provinciano aquerenciado en Buenos Aires. Afirmaba que, a los efectos de no ser considerado un traidor, una vez instalado en la gran ciudad el hombre de tierra adentro debía exagerar su apego al poder central y de ese modo, poco a poco, se terminaba convirtiendo en “verdugo de sus hermanos”.
Tan lúcido fue Alberdi que aplicable es ahora aquella idea perdida en alguna de sus magníficas páginas. En Buenos Aires los gobernantes se aporteñan sin que gravite demasiado el hecho de haber llegado desde la tórrida La Rioja o la gélida Santa Cruz.
Pero semejante mutación no es tan sólo verificable entre los presidentes. A pocas cuadras de la Casa Rosada, en el edificio del Parlamento de la Nación, se aprecian trayectos similares. La progresiva centralización del poder sólo ha sido posible merced a la complicidad de legisladores que en campaña se muestran más federales que Pancho Ramírez y en funciones más unitarios que Rivadavia.
Es imposible desvincular economía y política. No se puede hablar de poder si no se discute de finanzas. Pero es sencillo entender que, amén de cuestiones vinculadas a la distribución del ingreso, el conflicto que protagonizan el gobierno y el campo contiene la discusión acerca del reparto del poder institucional. Más: la eleva a un plano trascendente.
Así como los incendios del Delta son para Buenos Aires sólo un inconveniente respiratorio, para las concepciones centralistas la problemática en torno de la distribución jurisdiccional de los ingresos fiscales asoma como una discusión de segundo orden, o pintoresca, o carente de efectos prácticos. Cerca del Obelisco, especialmente cuando les conviene, pierden de vista que los recursos son sinónimo de poder y que, por tanto, su transferencia a las provincias es algo más que una acreditación bancaria. Es en verdad una prueba acerca de qué tan democrática es la democracia.
Se puede decir lo mismo en tono sensiblero. Colonizadora o colonizada, la inteligencia unitaria ignora que una partida presupuestaria que permanece en la Capital o viaja al interior puede ser, en una estructura estatal que descentralizó la prestación de los servicios, entre ellos los de salud, la diferencia entre la vida y la muerte de un pequeño.
La información de base corrobora que en las últimas décadas la democracia (cuya profundidad puede ser medida conforme qué tan lejos del ciudadano se halla la estructura estatal que atiende sus problemas) se hizo menos democrática.
La ley sancionada en 1988 establecía que las provincias debían recibir el 56,7 por ciento de los impuestos. En el reparto primario, el Estado Nacional apenas si se quedaba con el 43,3 por ciento restante. Los pactos fiscales y los sucesivos recortes que avalaron gobernadores dóciles modificaron drásticamente el panorama en beneficio del poder central.
Diferentes informes dan cuenta de que las provincias se reparten hoy menos de 30 pesos por cada 100 que recauda el Estado Nacional. El retroceso relativo es evidente. Menos recursos, menos poder. Menos fondos, más obligaciones. ¿Quién pergeñó los brillantes negocios que suscribieron los mandatarios provinciales?
En ese contexto, es pueril el argumento que ensayan algunos legisladores nacionales entrerrianos para justificar el mantenimiento del statu quo. “Entre Ríos tiene un buen índice en la distribución y no es conveniente hacer olas, no sea que lo perdamos”, arguyen. La falacia es tan enorme como enorme es el atropello al interior. Una décima más o una décima menos en la distribución secundaria es irrelevante en medio de las catastróficas pérdidas que acumula la evolución de la distribución primaria.
Se pronuncian así los legisladores que se conforman con disputar las migajas en lugar de ir por la torta. “Seguimos siendo colonia/ de la gallina de arriba/ federalismo mentira/ desde que tengo memoria”, escribió el poeta Marcelo Berbel.
Los derechos a la exportación son cada vez más gravitantes en la estructura tributaria. La exacción no se agota en el carácter no coparticipable de las retenciones. Su aplicación influye negativamente, además, en la determinación del Impuesto a las Ganancias, tributo que sí es coparticipable. Es afano por donde se lo mire.
Duermen el sueño de los justos al menos cinco proyectos que procuran sancionar la Ley de Coparticipación que la dirigencia política argentina le adeuda a la Constitución Nacional reformada en 1994. Algunos de ellos apenas si aspiran a que las provincias se apropien del 40 por ciento de los ingresos que generan las retenciones.
Tan modesta es esa voluntad política que parece pedirle permiso a un Estado Nacional que, mientras tanto, como es lógico, roba violando las normas. La vigente Ley de Coparticipación establece que la Nación no puede transferir a las provincias menos del 34 por ciento de sus ingresos. Desde la salida de la convertibilidad no se ha alcanzado esa proporción.
Entre otros asuntos, durante la década de los noventa se discutió acerca de las privatizaciones. Frente a la avanzada neoliberal, determinadas respuestas sectoriales constituyeron no sólo una práctica de resistencia sino también un aporte a la construcción de un discurso. Los estatales que defendían las empresas públicas estaban resguardando, además, la idea de lo público. Custodiaban un bien general, custodiaban lo colectivo. Indirectamente defendían la política; defendían la política que el mercado pretendía suprimir. La derrota de los sectores populares a manos del peronismo hegemónico de los noventa no le quita nada de valor a esa monumental contribución.
Por estas semanas, otro reclamo sectorial, el del campo, ofrece un costado, el vinculado con la distribución del poder institucional, que coadyuva a otorgarle dimensiones históricas. Y la importancia de esta faceta del conflicto es independiente del modo en que sus actores terminen saldando lo que sin dudas es el nudo gordiano del problema: cómo se distribuye socialmente la cuantiosa renta agropecuaria y, en un plano mas general, qué tan justa aspira a ser, de veras, la sociedad argentina.
(*) Periodista.
Fuente: Cuestiones on line
domingo, 27 de abril de 2008
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