lunes, 20 de septiembre de 2010
ANARQUÍA
(Del gr. ἀναρχία). 1. f. Ausencia de poder público. / 2. f. Desconcierto, incoherencia, barullo.
Por Gabriela Pousa
“La libertad sin una autoridad fuerte e incólume,
no es libertad al cabo de poco tiempo, sino anarquía.”
Concepción Arenal
No es simple entender qué sucede hoy en el escenario político. Muchas veces se cree que aquello que se presenta como “noticia” es necesariamente la mentada “agenda política”. Este error conlleva un peligro de consideración: caer en la falacia de pensar que estamos limitados a atender ciertos asuntos que, en rigor de verdad, no hacen a la política real.
Cuando se parte de un hecho o un dato falso, es muy difícil en el trayecto encontrar coherencia o razonamientos fácticos, concretos, que deriven en el entendimiento de aquello que, sin maquillaje, está sucediendo. Un ejemplo: actualmente la gran mayoría de los argentinos está preocupado por el poder de los Kirchner, a través del cual, se supone que dirigen los hilos y definen el cómo, el dónde y el cuándo…
Sin embargo, el poder debe ser necesariamente separado de otro concepto que en estos tiempos se lo toma erróneamente como un equivalente: autoridad. Una cosa es ser poderoso, y otra muy distinta es poseer autoridad.
Como sociedad nos hallamos frente a un poder en apariencia fuerte, casi brutal, ejercido con virulencia y basado, esencialmente, en la capacidad de confrontar, a punto tal de generar temor y desconcertar. Ello no coincide siquiera con el concepto de “poder público”. No podemos dejar de advertir que uno de los vértices que falta, y que genera este estado de caos –seudo anárquico (o sin seudo)– es, justamente, la carencia de autoridad.
Los Kirchner pueden ser tildados de autoritarios por su prepotencia y avasallamiento sobre los demás poderes constitucionales, pero no de tener autoridad.
Autoridad (Del lat. auctorĭtas, -ātis)
1. f. Que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho.
2. f. Potestad, facultad, legitimidad.
3. f. Prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia.
4. f. Solemnidad, aparato.
Poder (Del lat. *potēre, formado según potes, etc.)
1. tr. Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo.
2. tr. Tener facilidad, tiempo o lugar de hacer algo.
3. tr. coloq. Tener más fuerza que alguien, vencerle luchando cuerpo a cuerpo.
4. intr. Ser más fuerte que alguien, ser capaz de vencerle.
Efectivamente, el matrimonio presidencial tiene aún la facultad de hacer daño. A través de la ocasional “caja” adquieren fuerza para “vencer” a lo Pirro ciertas batallas, la mayoría fútiles o efímeras. Pues, si se analiza la película en lugar de detenerse en la foto casual, se observará que detrás de esos “triunfos” quedan secuelas que van obrando como límite y motorizan el final.
Un final donde la derrota es inevitable, no por la irrupción de otras fuerzas que cercenen el paso o la continuidad, sino más bien por el autoagotamiento que provoca el vértigo del “poder” sin consenso y sin autoridad.
Resulta una obviedad aclarar que, a esta altura de los acontecimientos, la legitimidad del Gobierno se ha esfumado como los fondos santacruceños, los créditos para que los inquilinos se conviertan en dueños, la calidad institucional y hasta la soberanía popular…
Por otra parte, hablar de “prestigio” resulta una afrenta a la investidura presidencial, cuya figura debiera respetarse al margen de a quien se le hubiera conferido momentáneamente dicha dignidad. Y no hace falta expandirse acerca de la “competencia” para ejercer determinada portestad.
Resulta inútil, pues, hablar de autoridad cuando la evidencia palpable experimentada cotidianamente en casi todos los aspectos de la realidad corrobora la ausencia total de aquella.
Es por ello que no hay un día en que se cumpla, por ejemplo, uno de los artículos esenciales de la Constitución: transitar libremente por el territorio nacional. Cercenar derechos, por la causa que fuera, o hacer la vista gorda frente a ello, inhibe directa y simultáneamente el ejercicio de la autoridad.
En este sentido, aquello que les queda a la pareja presidencial es un poder debilitado hacia los demás y exacerbado frente a sí mismos: razón por la cual se reiteró, metafóricamente o no, el episodio cardíaco del diputado prácticamente “testimonial”. Son fuertes a punto tal de autovencerse. Nada más.
Ante esta confusión de conceptos que van más allá del lenguaje coloquial, es inevitable el desconcierto que experimenta la sociedad, el temor a una eventual “continuidad” y la inacción de otras estructuras que no pasan de la denuncia o la declaración del “horror” y se unen en el espanto no tanto por el destino de colición, sino por desesperar frente al enredo que se produce en el camino hacia el botín mayor: los cargos.
La Argentina se halla, a casi un año de la elección, sin rumbo y en un estado de anarquía tal que permite cortar calles, tomar edificios públicos, marchar en pro de causas no develadas o que, paradójicamente, pregonan construcción al tiempo que destruyen desde lo material hasta lo ético y moral, y seguir hablando de “poder” y “autoridad” cuando éstos han derivado en eufemismos vacíos, ajenos a aquello que se experimenta –de lunes a domingo– sin solución de continuidad.
Hasta tanto no se comprenda que un gobierno o una administración nacional conlleva, inherentemente, poder y autoridad sin escisión ni distorsiones antojadizas en su definición cabal, y consecuentemente la aplicación del orden (del lat. ordo, -ĭnis, 1. amb. colocación de las cosas en el lugar que les corresponde), es absurdo analizar un escenario donde ni la política es tal, ni existe gobernabilidad por más que se intente crear la ilusión de que la hay.
Parafraseando a algún ministro puede decirse, esta vez con certeza inapelable, que aquello que hay es apenas una “sensación” de estar bajo un gobierno, en este caso el de los afamados K. Y entonces pierde sentido seguir debatiendo sobre espionaje, consejos de seguridad, rebelión judicial, salud y educación como prioridad, cuando en rigor de verdad todo ello no puede existir ni funcionar sin un Estado de Derecho que les dé, justamente, no sólo legalidad sino también legitimidad.
La diferencia entre anarquía y democracia no radica en una fecha donde acudir a votar –lo menos malo que hay–, en un calendario arbitrario fijado en Balcarce 50 o en la residencia presidencial con absoluta impunidad.
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