Patrimonio K
No hay vuelta que darle: Néstor Kirchner es, parafraseando a Alberto Fernández, la víctima más representativa y notable del éxito. Aumentó en casi seis millones de pesos su patrimonio durante el 2007, que en total suma 17.824.941 pesos,
Por Rosendo Fraga (h)
Se trata de una cantidad que muchos de nosotros no alcanzaríamos a ver, ni en esta vida ni sumando veintiocho reencarnaciones sucesivas. El injusto ataque al que ahora es sometido el ex presidente por la prensa -gracias a la declaración jurada que él mismo presentó- no hace otra cosa que confirmar que el éxito, en la Argentina kirchnerista, es un arma de doble filo.
Hay dos maneras de encarar este tipo de cuestiones: con escepticismo o con ingenuidad. Uno podría pensar –amparándose en la segunda forma de encararlo– que, tratándose de una declaración jurada de público conocimiento, el patrimonio de Kirchner es sorprendente, sí, pero por fuerza también verdadero, libre de fisuras, limpio: ¿por qué no ingeniárselas para declarar una cifra menor; para qué exponerse? Porque no tiene nada que ocultar, porque ‘los números cierran’ (aunque ciertos datos de la realidad parezcan indicar que, tal vez, no sea este el caso). La lectura escéptica, en cambio, nos lleva a un razonamiento inverso: que lo declarado, tratándose de una suma tan abultada y que demuestra un crecimiento violentamente exponencial, tiene que ser la punta del iceberg; que la reducción y el blanqueo llevados al extremo dieron como resultado un patrimonio de dieciocho millones de pesos: cinco o seis millones hubiese sido una cifra risible. La manera de leer la realidad, entonces, determina la diferencia entre un incremento patrimonial cuestionable y el oportunismo visionario de un entrepreneur exitoso.
Es inevitable evocar la vieja imagen del prócer terminando sus días en la más absoluta pobreza. Es imposible no comparar el destino de aquellos hombres ejemplares a los cuales la patria -una vez saciada de gloria y progreso- les dio ingratamente la espalda, con la proliferación de fortunas personales que, en nombre de los más loables propósitos, se han ido amontonando a lo largo de los últimos años. Y es inevitable la evocación porque Kirchner –gracias al mote de ‘refundador’ de la República y hacedor de Historia que le dispensa buena parte de la dirigencia y el periodismo– parece representar cabalmente al prócer moderno: no precisa del juicio imparcial de la Historia para que, póstumamente, se le rindan los honores que le corresponden. Es la política tal cual se entiende en nuestros días –o tal cual la entienden quienes la ejercen–, la que agiliza los trámites, anulando la burocracia y lentitud del juicio histórico para rodearse en vida -¡y qué vida!- de los laureles del estadista.
De todas formas, independientemente de lo que la justicia pueda determinar no tanto sobre la llamativa fortuna de Kirchner sino sobre el origen de ésta, el problema –o más bien la ironía– radica en lo que el ex presidente representa. Porque Kirchner, tal vez más que nadie, ha sabido sacar provecho de la confusión general, del descreimiento y la apatía con que la ciudadanía lee –si es que todavía lo hace– la política. Kirchner conjuga las maneras del hombre simple, austero y, a veces, ascético hasta la provocación, con una renta francamente ostentosa que se deriva de un verdadero imperio inmobiliario; conjuga el matrimonio político con la izquierda (el kirchnerismo ha sido un promotor explícito de la poligamia ideológica), con una llamativa fortuna que, en el mejor de los casos, debiera obligar a un enfriamiento simbólico de esta curiosa relación; porque Kirchner, finalmente, ha logrado capitalizar los beneficios electorales que se desprenden de una realidad social en estado de emergencia (sirviéndose de ella con más empeño del que pone -o puso- para resolverla), sin la obligación ética o aun la necesidad estratégica de legitimarla.
No sería la primera vez en nuestro país –y es justo decirlo– que la brecha económica y social entre quienes gobiernan y los gobernados es insalvable: lo que sí plantea una verdadera novedad es el empeño discursivo que ponen en demostrar lo contrario.
Y si bien resulta claro que el esclarecimiento de los números del patrimonio K deberá determinarlo la justicia (con todas las esperanzas que eso trae aparejado), Kirchner sabe que la inocencia comprobada tiene menos impacto y relevancia, al final del día, que la presunción de culpabilidad: él mismo ha contribuido, en gran medida, a establecer este nuevo paradigma.
Fuente Nueva Mayoría
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