Los archivos de los montoneros no se abrirán nunca. No existen
EL MERCURIO, Santiago de Chile
Domingo 26 de marzo de 2006
Doloroso aniversario
La izquierda argentina es la más narcisista de las izquierdas latinoamericanas. Está tan obsesionada con las atrocidades que se le hicieron -que fueron muchas- que es incapaz de ver los crímenes que cometió.
Joaquín García- Huidobro Correa
Director de Estudios de la Universidad de los Andes
Argentina es un país que resulta casi incomprensible para los chilenos. Un ejemplo: por años, lo peor que se le podía decir a un sindicalista transandino era llamarlo "rojo". Por obra y gracia de Perón, el sindicalismo argentino ha sido siempre profundamente antimarxista. Con sus cosas buenas y malas, el peronismo dejó reducida a la izquierda a ser un artículo sólo apto para minorías más o menos intelectualizadas. ¿Otro ejemplo? Como muchos nacionalismos, el peronismo tiene sectores muy clericales, especialmente en las provincias, lo que no obsta a que en su segundo gobierno sus adherentes hayan quemado iglesias en Buenos Aires y la policía haya encarcelado sacerdotes y cerrado seminarios. ¿Cómo puede suceder algo así? Ya he dicho que para nosotros resulta incomprensible. Los chilenos podemos contentarnos con envidiarlos o amarlos, aunque en los últimos años han aparecido en nuestra tierra nuevos ricos que adoptan una actitud nunca antes vista: los desprecian, debido a que nuestra economía parece que está muy bien (por supuesto que estos recién llegados no conocen a Borges, el Martín Fierro, Piazzolla, Marechal o Spinetta).
Sindicalismo y peronismo son lo mismo en Argentina. Y ya vimos que los sindicatos no pueden ver al marxismo. Sin embargo, eso no obsta a que, durante su largo exilio en Madrid, Juan Domingo Perón haya coqueteado con la izquierda. De hecho, con los años se fue formando toda una facción, los montoneros, que adhería a estas ideas y muchos dirigentes peronistas adoptaron su retórica. A comienzos de los setenta, mientras tenían un enemigo común, esta convivencia de dos sectores irreconciliables no pasó a mayores, aunque al regresar Perón de Buenos Aires, lo que iba a ser una recepción triunfante se transformó en una balacera entre sindicalistas y zurdos, que dejó los alrededores de Ezeiza bañados de sangre.
Al comenzar el gobierno de Perón, en 1973, las tensiones se hicieron insoportables y sólo se resolvieron cuando en un memorable acto en la Plaza de Mayo, el 1 de mayo de 1974, el viejo líder expulsó a los "jovencitos imberbes" de la izquierda. Quedaron tan perplejos que se retiraron dócilmente ante la alegría de los "descamisados", como llamaba Evita a sus masas obreras. Lamentablemente la cosa no quedó ahí, pues la izquierda argentina decidió emplear a fondo los métodos que ya venía utilizando en Argentina y el resto del continente: bombas, secuestros, asaltos y asesinatos. Esto, en Latinoamérica, no es un patrimonio de la izquierda, pero lo novedoso resulta que lo que otros grupos hacen a escondidas y negando su autoría, aquí se glorificaba y se presentaba como un modo de conducta ejemplar. Para cualquier persona de la calle, hacerse amiga de la hija de una persona, para entrar con toda libertad a su casa y ponerle a un señor una bomba debajo de la cama, para que vuele por los aires la mitad de la familia no es precisamente un acto ejemplar. Tampoco lo es ametrallar filósofos que piensan distinto delante de sus hijos pequeños. Pero aquí todo era distinto, porque se hacía en nombre del pueblo. Lo curioso es que el pueblo, ese pueblo de verdad que trabajaba duro y transpiraba con el calor de Buenos Aires no tenía el menor deseo de ser redimido. Pero eso no importaba. Es más, resultaba un motivo adicional para matar, a veces a tiros y otras a bombazos, a los dirigentes sindicales. Todo valía si se hacía por la revolución. Tuve la oportunidad de vivir durante esos años en Buenos Aires y ser testigo de las luchas entre obreros peronistas y la izquierda, compuesta de estudiantes universitarios y jóvenes profesionales, gente sofisticada, que empleaba la más alta tecnología para eliminar a sus adversarios. Con la muerte de Perón la situación se hizo aún más grave, hasta que su viuda, Estelita, transformada en Presidenta, ordenó acabar la subversión por todos los medios. La cosa se puso aún más dura y ya no resultó tan fácil para la izquierda, que empezó a tener víctimas. Pero sus secuestros y asesinatos continuaron y, lo que es peor, la glorificación de todas y cada una de esas acciones.
Como otras veces en la historia, el país entero comenzó a pedir un golpe de estado, partiendo por los sindicalistas, que veían que su propio gobierno era incapaz de controlar la situación. Hoy podrán decir lo que quieran, pero soy testigo de estos hechos y no creo que puedan borrarlos de mi memoria. El golpe se produjo hace justo treinta años y la historia que sigue es aparentemente conocida. Se enfrentaron dos ejércitos y ganó el más grande. De mis compañeros de curso, algunos se fueron a la guerrilla y a otros les tocó el servicio militar. En contadas ocasiones hablan de esas largas noches de patrullajes en las carreteras, sin saber si el auto que paraban era de un trasnochador o si, de pronto, iba a aparecer una ametralladora que terminaría con la vida de un conscripto. A veces eran ellos más rápidos y los muertos eran los guerrilleros, normalmente gente muy joven. No faltó la ocasión en que junto al cadáver de la madre aparecía una guagua, llorando entre armas, vidrios quebrados y sangre. Entonces la pregunta era ¿qué hacer con ella? La izquierda argentina es la más narcisista de las izquierdas latinoamericanas. Está tan obsesionada con las atrocidades que se le hicieron -que fueron muchas- que es incapaz de ver los crímenes que cometió. En estos días se ha ordenado la apertura de los archivos secretos del Ejército argentino. Algo aparecerá, aunque los manuales de West Point enseñaban que en la guerra antiterrorista no había que levantar actas de fusilamiento ni dejar rastro alguno. Los archivos de los montoneros, en cambio, no se abrirán nunca. No existen.
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