sábado, 23 de abril de 2011
CRISI INTELECTUAL
Los intelectuales y la crisis, ¿o la crisis de los intelectuales?
Por JOSÉ ANTONIO RIESCO*
En las situaciones de caída de la vitalidad nacional, y con ello de crisis estructural, en el pasado siempre se miró hacia las figuras relevantes de la política: Sun Yat-sen en la China de 1915; Lloyd George en 1917 y Churchill en medio de la derrota de 1940, ambos en Inglaterra. También a los militares: Rosas en 1829, de Gaulle en 1957; a los artistas: Paderewski en la Polonia de 1942; y Guizot, eminente historiador, fue primer ministro francés en la era de los Orleans.
Los hombres de alto nivel cultural (los intelectuales) forman una suerte de reserva. Se espera de ellos que aporten al esclarecimiento de los hechos y de paso, a la elaboración de un proyecto o fórmula política que ayude al pueblo a superar la depresión espiritual y la desorientación que suele acompañar a dichas situaciones. Esa es la hora en que el pensamiento calificado se torna militante. Lo cual es prioritario si en las dirigencias partidarias cunden los estados depresivos o también, si ellas carecen de "voluntad de poder" y no disponen de cualidades a la altura de los tiempos. Algo que tenemos a la vista.
Los argentinos, por más de un motivo y desde hace décadas, padecemos un calamitoso estado de cosas que se refleja en el retroceso global de la Nación respecto a otros tiempos y hoy, comparativamente a otras colectividades que, hasta no hace mucho, caminaban detrás nuestro. Estas han cumplido el deber de crecer cultural y materialmente, y de perfeccionar su sistema institucional. En 1910 aparecimos ante el mundo como protagonistas del futuro junto a Estados Unidos: en el siglo XXI seguimos asombrando pero en sentido contrario.
Desde el exterior se difunden páginas de conmiseración por este misterioso estatus de los argentinos "que lo tienen todo y sólo pueden muy poco". También nos visitan observadores que luego de comprobar lo que mostramos, a poco de llegar o al irse, dejan opiniones o consejos signados por la compasión. Sería poco sensato que como hace cierto sector de negocios y sus voceros en los medios de prensa, nos consoláramos quemando incienso sobre las cifras del PBI. En la decadencia de nuestro colectivo hay más ingredientes sociales y morales que en los números del INDEC, debido a que el crecimiento financiero con millones de pobres e indigentes siempre importará un balance de signo negativo. Además, la cosa no consiste en cebar al cochino.
¿Tenemos un diagnóstico de lo que nos sucede? Ciertamente suman un sinnúmero de ellos. Es obra de filósofos, economistas, sociólogos, politólogos, educadores, sacerdotes, periodistas, escritores y juristas. Algunos inteligentes, objetivos; otros, se encuentran a mitad de camino y los hay, también, llenos de tilinguerías. Tengo presente el informe del "Grupo Fénix", producto de economistas de prestigio, y con el cual no hace falta acordar coincidencias aunque se reconozca su seriedad. ¿Dónde está? Seguramente en un prolijo archivo informático o en alguna tertulia de especialistas.
Donde no estuvo ni está es en el seno (y la mentalidad) de las fuerzas sociales, aquellas que forman la estructura de poder real, como los partidos políticos, los sindicatos, los sectores empresarios, los colegios profesionales, incluso la burocracia. Con este documento en su momento hubo abundante publicidad pero no una instalación fecundante en los escenarios activos de la sociedad. Es decir, en este rubro vital, la economía no estableció lazos militantes y respetables con la política que suele jactarse de ser "el destino" y donde sus dirigentes expresan apenas una porción -no siempre la mejor-- de las demandas y la percepción de "las multitudes". Algunas de sus figuras hoy ocupan, golosamente, sillas en la mesa del "modelo K".
A diario se leen o escuchan opiniones medulosas de individuos calificados por la agudeza de sus planteos; sin embargo, no pasan de ser entrevistados"cultos y eruditos. A todo esto ninguno ni todos juntos hacen lo de aquellos que, en la Francia pre-revolucionaria, la Pompadour o madame Daffant invitaban a sus salones. Tampoco lo de quienes en Argentina en 1837, se reunieron una y otra vez en la librería de Marcos Sastre, donde se mezclaron los poetas con los juristas y los historiadores con periodistas y políticos.
Quisieron ser y fueron una elite apasionada por el futuro del país y a la vez severos inquisidores de lo que le faltaba. Empeñados en ser independientes del pleito entre unitarios y federales aunque no lo lograron sino en parte, hicieron de la cultura una herramienta fértil para anticipar y preparar la sociedad posterior a 1851, puesto que, una década más, y pese a su defensa patriótica de la soberanía, Rosas cerró su ciclo como titular de un régimen agotado. No se me ocurre convalidar todo cuanto se hizo con las ideas de la mentada Asociación de Mayo, cuya realización costó violencia y sangre hasta 1880, pero no intento, tampoco, menospreciar el servicio de aquellos intelectuales. Tuvieron el mérito de contagiar a los políticos (civiles y militares) de las ideas y proyectos con que la Nación se organizó luego. De allí salió Sarmiento, un estadista incomparable.
Nosotros, en la crisis actual --acrecentada por ese mix de primitivismo tosco e infantil, coloreado por la corrupción, que caracteriza a la actitud mental con que se nos gobierna-- no disponemos de una intelectualidad que, además de brillar por los talentos individuales, se constituya y opere como una intelligentsia. Al estilo de lo que, con cierta esperanza, Karl Mannheim, ilustre pensador de los años 30 del siglo pasado, imaginó como necesario para colocar a la comunidad más allá de las groserías del marxismo y de la lucha de clases. Es que el intelectual desarraigado socialmente, y por eso aséptico frente a los conflictos, no produce respuestas fundamentales y eficaces. La buena letra y los contenidos teóricos llamativos nunca pueden sustituir el realismo a grandes trazos que necesita la política activa para establecer rumbos operativos y finalmente efectivos.
Luego de la muerte del Generalísimo en España, la clase política con representaciones en las Cortes, decidió constituirse en la intelligentsia militante de la Nación. Con su meritorio pragmatismo, en octubre de 1977 el premier Adolfo Suárez los convocó en el palacio de La Moncloa. Allí deliberaron las cabezas cívicas de esa generación, incluyendo académicos de alto nivel como el constitucionalista Miguel Herrero de Miñón y sobre todo, Manuel Fraga Iribarne, eminente politólogo y hombre del poder antes y después de dicho año. El compromiso fue mirar hacia delante. Por eso concertaron un plan de medidas básicas para el gobierno donde privaron los temas sociales e impositivos. Y, en lo esencial, se comprometieron a dejar para los historiadores las causales y los efectos de las luchas del pasado. "A tanto hemos renunciado por la paz y la democracia", dijo luego Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista Español, "que yo tuve que aceptar la monarquía".
Siempre hay tiempo para construir el puente que sirva para sortear el abismo. Que éste parece ser el núcleo de la situación. ¿Hay actitud para hacerlo superando la molicie doméstica y personal? ¿Existe la aptitud en términos no de ateneos sino de acción para vencer lo que separa a los intelectuales de la política? Porque la Nación tiene urgencia de contar con una intelligentsia, en un país en el que sobran los patoteros.
*INSTITUTO DE TEORÍA DEL ESTADO
mailto:jariesco@yahoo.com.ar
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