Por Daniel Larriqueta
Para LA NACION
Cuando el gobierno refundador de la democracia se puso en marcha, sus integrantes fuimos advirtiendo, con inolvidable inquietud, que la fuerza de nuestras decisiones chocaba con obstáculos que impedían su ejecución. En mis funciones de subsecretario general de la Presidencia, recorría con asiduidad distintas áreas y visitaba a los ministros para discutir temas o allegarle información al secretario general y al Presidente. Como conclusión de tales observaciones dije en una conferencia de la época que el Estado era una manzana roja y lustrosa, pero cuya pulpa estaba formada íntegramente por gusanos, que habían parasitado todo dejando a la vista sólo la cáscara.
Se trataba de que los ministros tenían poquísimos espacios para actuar, porque los presupuestos estaban ya afectados a programas preexistentes, el personal jerárquico y administrativo tenía entrenamiento desigual, los sindicatos presentaban obstáculos a los cambios y los poderosos grupos proveedores del Estado tenían “arreglados” sus modos de acceso interno a las decisiones y controles. Para muestra, basta con recordar una anécdota. Lo fui a visitar a Enrique García Vázquez, talentoso y dedicado presidente del Banco Central, acosado, entre otras cosas, por una inflación mensual de más del 20%. Cuando le pregunté sobre sus expectativas de éxito, García Vázquez me contestó: “Las chances son pocas, porque el Banco Central sólo tiene poder de policía sobre el 30% de las operaciones financieras, todo lo demás es en negro”. Cuando oigo ahora decir, con alguna liviandad, que la peor crisis es la última, recuerdo que entonces las reservas de libre disponibilidad del Banco Central eran 106 millones de dólares y la deuda externa representaba diez años de exportaciones. Las mesas de dinero, los cambistas, los acreedores externos y los organismos internacionales eran mucho más poderosos que el Gobierno.
La dictadura militar nos dejaba un país quebrado con más un Estado inerme. Ya de antes, las funciones del Estado republicano habían sido sustituidas por muchas prácticas corporativas, como lo podemos advertir ahora, cuando al hablar de “pacto social”, como se hizo recientemente, todos sentimos que vamos para atrás. En el gobierno libremente elegido Cámpora-Lastiri-Perón-Perón las grandes decisiones públicas pasaban por acuerdos entre las corporaciones y los protagonistas de la agenda pública no eran los dirigentes de los partidos, los legisladores o los jueces, sino los sindicalistas, los caudillos empresariales y los de las “formaciones especiales”. El Estado fue comprimido hasta no ser más que un llevapapeles y la pirámide jerárquica fue tan aplastada que, al final de aquella pesadilla, un director nacional, máxima figura de la administración, ganaba cuatro sueldos de un ordenanza.
Aquel corporativismo legitimado por el sufragio fue reemplazado por el desembarco de la corporación militar. Desde ya que la cúpula republicana desapareció para ser sustituida por ese aquelarre mediocre que Juan B. Yofre describe en su reciente Fuimos todos. Pero esa sustitución acentuó la disolución del Estado, reemplazado enseguida por la estructura jerárquica militar, también en las posiciones intermedias y administrativas.
Con esa historia a cuestas, la república democrática que procurábamos iniciar en 1983 tenía pocas o nulas probabilidades de eficacia. Lo que, sin embargo, se ha hecho, es un logro del talento y el coraje de muchos, más el acompañamiento solidario de la sociedad, pero entre medio ha quedado, como un enorme agujero, la ausencia del Estado, corporativizado, agusanado, desjerarquizado y usado luego como trofeo.
La incapacidad de los sucesivos gobiernos democráticos en afrontar y resolver el problema del Estado es la médula de la crisis política que arrastramos ahora, a 25 años de la restauración democrática. Por una razón clara: los cargos políticos, en el Ejecutivo, en el Legislativo y en la Justicia están asentados sobre un aparato de poder administrativo que no existe, o no funciona, o está al servicio de intereses ajenos al interés general. El que llega democráticamente a un cargo de gobierno o a una banca descubre pronto que carece de poder para cumplir su mandato, porque no tiene instrumentos de ejecución.
El Estado argentino ha sido destruido en todos esos pasos que hemos anotado a vuelapluma, más una campaña de desguace ideológico que tiene responsables directos. La derecha partidaria del capitalismo salvaje, propiciando y ejecutando el despiece del Estado en sus funciones vitales de ordenar y controlar, suprimiendo o descalzando organismos. La izquierda demagógica –con muchos periodistas adheridos– cuestionando sistemática y ciegamente la remuneración justa de los funcionarios públicos. Nadie sale a decir que necesitamos un Estado organizado y con funcionarios muy bien pagos, para que ande la máquina y tenga los mejores servidores posibles.
De esta negación del Estado han sido cómplices muchos dirigentes políticos, sin ver que, al descuidar la base del poder republicano, se cortaban los propios pies. Hoy no hay política porque la carrera política no permite llegar al poder; se llega por las corporaciones. Y cuando en estos días asistimos a las luchas intersindicales por el control de las afiliaciones, yo no puedo menos que hacer el paralelo con las luchas interfuerzas que describe Yofre en su libro y que los mayorcitos recordamos bien. En lugar de la Marina contra el Ejército es Moyano contra Barrionuevo, y así sucesivamente, y en estas trifulcas se paraliza el país y se esfuma la política, la republicana. Y llegamos al extremo decidor de que el derecho constitucional de acudir a la huelga ya no está al servicio de los trabajadores, sino de las cúpulas. Se hace huelga para transar las peleas intersindicales, que no es el espíritu de la garantía constitucional.
Este oscuro panorama tiene ahora una luz. Cuando el nuevo jefe de gobierno de Buenos Aires emprende la audaz tarea de revisar el aparato del Estado que tiene en su dependencia, no sólo está procurando poder cumplir sus objetivos sino que nos está presentando un cambio revolucionario: políticos que se ocupan de rehacer la maquinaria del poder republicano. Y el ingeniero Macri deja el camino tradicional de la autocastración de los políticos, aquel de hacer muchos nombramientos con sueldos pequeñísimos para comprar algunos votitos que hagan la diferencia. Y toma el camino de rehacer el Estado. Lo bueno, muy bueno, es que el gobernador Scioli parece seguir el mismo modelo, como el gobernador Jaque en Mendoza y muchos intendentes de todo el país. ¿Tendremos derecho a esperar que la política haya empezado su curación desde abajo?
Habrá muchas trabas. Son muchos los intereses ya adaptados a vivir y lucrar con la postración del Estado, pagando primas a los empleados públicos mal remunerados para adelantar los trámites. Y el paso siguiente que la reforma reclama dar merece ser defendido por todos: con los fondos que se liberarán por el desgrase de la plantilla hiperpoblada de empleados, deben aumentarse sustancialmente los sueldos de los funcionarios políticos y organizar una carrera jerárquica nueva. En Francia, célebre por su buena burocracia, se estima que a igual jerarquía un funcionario público debe ganar sólo un 20% menos que su par de la actividad privada. ¡Aquí ganan la quinta parte!
Si no construimos un nuevo Estado en todos los niveles, no renacerá la política, los jóvenes no se interesarán en ella, no tendremos partidos. Lo que significa que la República, y el sueño de volver a formar utopías públicas que lleven nuestro país hacia el futuro, se perderán. Las mejores personas no llegarán al poder republicano y los asuntos públicos seguirán abandonados, salvo en aquellos sectores en que el poder corporativo de turno tenga interés directo. Estamos entrando en una batalla estratégica, la que puede conducir a una democracia moderna. Si la ganamos.
Link permanente: http://www.lanacion.com.ar/987147
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario