La última asunción presidencial, ocurrida en diciembre último, marcó el tono de la calidad institucional en el país. No estaba presente un solo ex jefe del Estado, entre las varias personalidades políticas de esa condición, aparte de quien transfería los atributos del cargo sin pérdida, como es natural, de la relación conyugal preexistente.
Y lo hizo, según denunciaban las cámaras televisivas, con una informalidad contrastante con las formas solemnes que han revestido con habitualidad comprensible esos acontecimientos de la República.
No ha sido un hecho menor que ningún otro ex presidente haya realzado con su presencia la majestad necesaria del acto. Cuando el tiempo pase, como es inevitable que suceda, y sean otros los que conduzcan los destinos del país y se apliquen sin compasión política a la crítica del pasado inmediato, quienes ahora gobiernan seguramente entenderán con más claridad lo que significaron aquellas ausencias. Mala señal esa de haberse desinteresado por la incorporación, como invitados de honor, de ex presidentes al recinto de una asamblea legislativa, pues la presencia de éstos pudo haber sugerido de manera implícita pero elocuente que hay, en definitiva, un solo país y un valor que debe preservarse por encima de las diferencias circunstanciales de sus protagonistas: el de la continuidad institucional.
La vida enseña que no hay aliados para siempre ni tampoco enemigos a perpetuidad, salvo casos excepcionales en los que los que las razones de las brechas establecidas hayan sido insuperables. Aun así, con regularidad harto llamativa se comprueba, acaso por esas mismas características dominantes, en la constelación política nacional -más trabajada por los intereses personales que por los principios inmutables-, de un día para otro, o de la nada, irrumpen novedades sobre la existencia de acuerdos políticos entre quienes hasta ayer mismo parecían figurar en posiciones francamente irreconciliables. Celebremos, con todo, la inagotable capacidad de diálogo que puede suscitarse entre hombres libres de rencores que paralizan cualquier acción que no esté fundada en odios y venganzas. Celebrémosla cuando esté al servicio del bien común.
En un sistema presidencialista como el de la Argentina no hay cargo alguno de mayor significación institucional que aquel desde el cual se ejerce, de manera unipersonal, el Poder Ejecutivo de la Nación. Corresponde a todos los argentinos velar por la prestancia de la representación soberana y popular que desde allí se ejerce. Y a nadie corresponde una mayor responsabilidad de que así ocurra que al propio jefe del Estado.
Debe éste atender a la prudencia y cortesía de maneras requeridas por sus funciones. Trasuntar en sus palabras y en sus gestos el equilibrio y la ecuanimidad sin los cuales los dichos y las acciones se volverán contra él -o contra ella- y, lo que es peor, contra el desenvolvimiento ordinario del país que representan desde el sitial más alto de la República.
La oposición, por su parte, debe ser cuidadosa en todo ataque que comporte el riesgo de un menoscabo de la investidura presidencial o tienda a humillar a quien la encarna. Ese prurito debe también cultivarse en relación con quienes, habiendo ocupado el principal cargo electivo de la Nación, comienzan por eso a ser pasibles de la crítica que los juzgará desde la perspectiva histórica, siempre más distante, más justa que la que se formula a la par del desarrollo de acontecimientos de los que todavía son actores más o menos inmediatos.
En estos años de recuperación de las pérdidas económicas sufridas por el país en la transición de dos siglos, se ha engrosado el déficit nacional en rubros no menos importantes que el de la economía. Crecen las pérdidas en materia de seguridad física y jurídica de los habitantes. Se retrasa la jerarquía argentina en el concierto de naciones. Alarma la manipulación arbitraria de datos y conceptos, desde el campo de los derechos humanos y el terrorismo -con castigos por crímenes para unos e impunidad para otros- hasta el del Indec y se proyectan, entre torrentes de palabrerías, conductas de nulo valor.
Qué decir de las afrentas, orquestadas con apoyo del aparato estatal, contra quienes tienen -aun en el error- la solvencia moral de manifestarse críticamente frente a la política oficialista. O qué decir de la injuria contra instituciones del país, entre las cuales ha sobresalido, en lo que va del año, el penoso agravio cometido contra la Iglesia Católica y la religiosidad de la mayoría de los argentinos en el templo histórico de la Catedral Metropolitana.
La investidura presidencial también se preserva tomando distancia de personajes cuya irracionalidad infiere daños incalculables a la sociedad y a los valores culturales en los que se sustenta el espíritu colectivo. La demasía de situaciones que trasuntan una violencia emocional inaceptable en la esfera pública no es distinta de la violencia que, disputándole al Estado en esa misma esfera el monopolio en el uso de la fuerza, se desata contra ciudadanos y familias enteras prohibiéndoles, en nombre de cualquier capricho y sin que la autoridad legal lo impida, el derecho de circular libremente por calles y por rutas, o se apodera y usurpa bienes públicos y privados, o impide a otros ciudadanos la libertad de trabajar, de comerciar y de realizar toda acción lícita amparada por la Constitución Nacional.
No alcanza con los señalamientos que pueda hacer en cuanto a todo esto la prensa independiente. Por la preservación de la investidura presidencial y el tono institucional del país tienen mucho para hacer, con sólo cumplir con las responsabilidades que a menudo declinan, los legisladores y los jueces y fiscales de la República. Únanse en vencer el temor y la vacilación y cumplan con la Constitución. ¿No hay nada que se remueva en la conciencia de los argentinos cuando, frente a un silencio general imperdonable, ha sido un joven rabino quien expresó, con más fuerza, claridad y valentía, la indignación frente al ultraje cometido en la Catedral?
Editorial La Nación (Argentina)
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