martes, 20 de abril de 2010

JUSTICIA INDEPENDIENTE


Recuperar una justicia independiente es un imperativo republicano



Por Jorge R. Enríquez



Una adecuada administración de justicia es importante en cualquier país; en una república es esencial, en tanto representa una de las funciones que la teoría de la separación de los poderes exige rodear de todas las garantías; y en un sistema de control de constitucionalidad como el nuestro, derivado del norteamericano, representa mucho más que un servicio público: es un verdadero poder.



En efecto, la atribución de no aplicar una ley o cualquier otra norma en un caso determinado, por entenderla contraria a la Constitución, que todos los jueces de nuestro país poseen (y no sólo los de la Corte Suprema, como con frecuencia se dice), convierte a los magistrados argentinos en funcionarios de una especial envergadura. Por eso es tan importante que sean bien designados, que se los controle adecuadamente y que, llegado el caso, si evidenciaron un mal desempeño o la comisión de delitos, sean removidos mediante un procedimiento adecuado.

Los sistemas de selección, de duración y de remoción de jueces son muy variados en el mundo. En la Argentina el sistema tradicional sólo incluía a representantes políticos: el Presidente y ambas cámaras del Congreso. Es opinable si, en teoría, ese método es bueno o no, y si, como algunos sostienen, es el más ajustado al presidencialismo. En la práctica, sin embargo, nuestra experiencia es bien demostrativa de que la excesiva discrecionalidad política no había producido resultados plausibles.

En este marco, la reforma de 1994 introdujo el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento como órganos de composición plural, integrados, en forma equilibrada, por representantes surgidos de la voluntad popular, por jueces y por abogados, además de académicos.

La Convención Constituyente no llegó, como hubiera sido deseable, a una acuerdo sobre la composición precisa del Consejo, que sí pudo alcanzarse dos años más tarde en la Convención porteña, en la que tuve el honor de presidir la Comisión de Justicia. Por eso la integración se defirió en el Congreso.

Tras algunos años de debates y negociaciones, se llegó a un acuerdo para que el Consejo estuviera compuesto de 20 miembros. Si bien esa integración, en términos de equivalencia de las representaciones, no era la ideal, tampoco era del todo irrazonable.

En 2006, lamentablemente, a instancias de la actual presidenta de la Nación, se modificó la ley original, para reducir el Consejo a 13 miembros. No importaba el número total, sino reducir la representación de jueces y abogados, a fin de aumentar correlativamente la de los legisladores. El propósito no era otro que ahogar la independencia judicial, como más tarde se vería con nitidez.

Ha llegado la hora de volver, en este como en tantos temas, al cauce de la Constitución. El Congreso debate en estas horas un proyecto de ley para restablecer el equilibrio perdido. Pero no toda la responsabilidad es de los legisladores.

Cada estamento debe hacerse cargo de las suyas. Los abogados hemos estado pésimamente representados en estos últimos años, a través de colegas que, sujetos a las órdenes del actual presidente del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, se comportaron como apéndices del oficialismo, como si la entidad madre de los abogados de la Capital Federal fuera una simple sucursal de Balcarce 50.

Está en nosotros, y sólo en nosotros, revertir esa situación. Las próximas elecciones de autoridades del Colegio Público de Abogados y las de los representantes de los abogados en el Consejo de la Magistratura nos darán la oportunidad de recuperar la dignidad y de contribuir a afianzar la justicia, sin la cual no hay democracia, República ni Estado de derecho.

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