viernes, 9 de abril de 2010

LA OTRA ARGENTINA


Río Negro - 09-Abr-10 - Opinión

Para el gobernador bonaerense Daniel Scioli, "la asignación universal por hijo está haciendo bajar muy fuerte los niveles de indigencia y de pobreza" en la provincia que maneja. Fue su forma de intentar mitigar el impacto de un informe de la Universidad Nacional de General Sarmiento según el que las villas miseria del conurbano han crecido de manera explosiva a partir del 2001 y ya cuentan con más de dos millones de habitantes. Se trata de la mayor concentración de pobreza extrema, y de los muchos males que la acompañan, del país. Aunque es factible que en términos numéricos Scioli esté en lo cierto, puesto que de acuerdo con el Indec en nuestro país una familia tipo deja de ser pobre si percibe más de 600 pesos mensuales -a juicio de FIEL, 1.612 pesos sería un monto más apropiado si vive en la capital federal-, pocos se sentirán convencidos por los argumentos del gobernador que, por razones comprensibles, quisiera hacer pensar que, no obstante las apariencias, por fin el país cuenta con un gobierno capaz de reducir las dimensiones del problema trágico planteado por la virtual exclusión de una franja cada vez más amplia de los beneficios acarreados por el desarrollo económico.

No existen motivos para creer que sea así. La proliferación de "villas de emergencia" -conforme al ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, ya hay cerca de mil- muestra que la pobreza estructural afecta a una proporción muy significante de la población del país y que, lejos de ser cuestión de un fenómeno coyuntural atribuible a la flexibilización laboral de los años noventa, como dicen funcionarios del gobierno actual, se ha convertido en una realidad permanente. Por lo demás, si bien la población de los asentamientos precarios que rodean la capital creció de 410.000 hasta casi 600.000 entre 1991 y el 2001, el aumento registrado a partir de la caída del gobierno del presidente Fernando de la Rúa ha sido mucho mayor. De todos modos, insistir a esta altura en que el desastre se debió a medidas supuestamente "neoliberales" que fueron tomadas más de diez años atrás no tiene sentido, puesto que el gobierno kirchnerista ya ha contado con tiempo suficiente en que reemplazarlas por otras. No lo ha hecho porque, después de haberse convencido los Kirchner y sus simpatizantes de que la pobreza masiva tiene forzosamente que ser la consecuencia del "neoliberalismo", imaginaron que eliminarla sería relativamente sencillo, lo que, por desgracia, dista de ser el caso.

Politizar el aumento de la pobreza con el propósito de achacarlo a dirigentes determinados o imputarlo a un "modelo" económico distinto del presuntamente vigente puede beneficiar a los resueltos a aprovechar las carencias de al menos la tercera parte de la población argentina, pero no contribuye en absoluto a solucionar lo que es el problema principal del país. Tampoco ayuda "denunciar" la pobreza a fin de llamar la atención sobre los buenos sentimientos propios y la supuesta falta de solidaridad de los demás: si fuera el resultado de la inmoralidad de los ricos o de la clase política, la única solución consistiría en una especie de revolución ética que no está por producirse. Asimismo, aunque todos los empresarios y políticos se transformaran mañana en dechados de generosidad, no habría ninguna garantía de que el cambio así supuesto sirviera para que comenzaran a prosperar los millones de pobres que sencillamente no poseen los conocimientos, las aptitudes o "cultura de trabajo" que son imprescindibles en el mundo actual. Antes bien, al dejar en claro que todo dependería de la voluntad, buena o mala, de quienes conforman la clase gobernante, la situación en que se encuentran los pobres y los indigentes podría agravarse todavía más. Conforme a la experiencia internacional, la mejor forma, acaso la única, de permitir que sectores amplios salgan de la pobreza, consiste no sólo en ofrecerles oportunidades para esforzarse sino también en difundir entre ellos la conciencia de que les corresponde aprovecharlas al máximo. O sea: es cuestión de una suerte de pacto que todos, incluyendo desde luego a los pobres mismos, tendrán que respetar, ya que la caridad o, en su variante política, el clientelismo, además de ser humillantes, suelen ser contraproducentes.

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